CINE › BOYHOOD, DE RICHARD LINKLATER, CON ETHAN HAWKE Y PATRICIA ARQUETTE
La nueva película del autor de Antes de la medianoche, premiada con el Oso de Plata de la Berlinale al mejor director, sigue el proceso de crecimiento de un personaje desde los cinco hasta los diecinueve años. Una experiencia inédita.
› Por Luciano Monteagudo
Si el tiempo siempre fue –y sigue siendo– la esencia, el material primordial sobre el que trabaja el cine, de muy distintas maneras, se diría que Boyhood, la película más reciente de Richard Linklater, que le valió el Oso de Plata al mejor director en el último Festival de Berlín, es una experiencia extrema, incluso inédita en el campo de la ficción. Lo que ha sido moneda más frecuente en el documental (particularmente en la obra de la realizadora checa Helena Trestíková), en la ficción en cambio, sin duda por dificultades de producción, nunca fue posible, al menos de esta manera. En Boyhood, Linklater sigue el proceso de crecimiento de un personaje desde los cinco hasta los diecinueve años. Y esos doce años en la vida de Mason Evans Jr., su hermana y sus padres coinciden exactamente con los del rodaje, a partir de un guión que el propio Linklater fue escribiendo paso a paso, mientras él mismo iba creciendo como director y, por qué no, también como padre.
Un poco al modo establecido por François Truffaut en su serie dedicada a Antoine Doinel, Linklater ya había probado seguir a lo largo del tiempo a los mismos personajes, en su trilogía integrada por Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013), donde la pareja protagónica (Julie Delpy, Ethan Hawke) se iba encontrando, desencontrando y redescubriendo década tras década. Pero aquí el procedimiento es diferente, porque se trata de un único film en el cual los personajes se van transformando paulatina, mágicamente frente a los ojos del espectador durante 165 minutos consecutivos. Que esas casi tres horas de película fluyan con la naturalidad, el ritmo y la constancia con que fluye un río, o incluso la vida misma, es quizás el mayor mérito de Boyhood.
Se puede sostener que el proceso del film, su experiencia, es más valiosa que el film en sí mismo. Pero está en la misma singularidad del proyecto que ese viaje a través del tiempo que propone Boyhood tenga sus alzas y bajas, que haya momentos mejores que otros, escenas notables y otras sin duda fallidas, o redundantes, porque nunca una película así podría ser homogénea, ni mucho menos pretender serlo. A diferencia de un novelista –y la comparación parece pertinente, porque Boyhood es, más que un relato de iniciación, una novela familiar– que puede ir moldeando sus personajes durante años hasta alcanzar la perfección (¿cuántos años le llevó a Salinger dar a luz a Holden Caulfield?), Linklater debió ir trabajando su materia prima a medida que la tenía disponible, rigurosamente una vez por año.
Más aún, el guión y el rodaje no sólo debían adaptarse a las circunstancias exteriores en las que se mueven los personajes (desde los adelantos tecnológicos hasta los acontecimientos políticos, desde los primeros videojuegos hasta la guerra de Irak o la elección de Barack Obama). También debían amoldarse a la personalidad de los actores, empezando por Ellar Coltrane, que sin duda terminó “habitando” a su alter ego Mason Evans Jr. De la misma manera que su hermana Samantha terminó siendo Lorelei Linklater (la hija del director) y que hacia el final del film uno no puede dejar de ver en sus padres a Ethan Hawke y la estupenda Patricia Arquette, tal como fueron encaneciendo o engordando a lo largo de todos estos años.
De hecho, ése es otro de los grandes logros de Boyhood: es una película que pide ser habitada también por el espectador, un film que lo invita a instalarse en ese núcleo familiar (en el sentido también de la familiaridad que se establece con él) y compartir sus vicisitudes. Es por eso quizá que los mejores momentos de Boyhood –los más conmovedores, sin duda los más verdaderos– son aquellos menos dramáticos. El niño mirando expectante el cielo, el padre manejando feliz en la ruta junto a sus hijos, el silencio incómodo entre el adolescente y la chica que quizás llegue a ser su novia... Lo que ya Gilles Deleuze (en La imagen-tiempo) describió como “los tiempos muertos de la banalidad cotidiana”.
Hay que reconocerle a Linklater que tuvo la delicadeza y hasta el coraje (en una industria que las pide a gritos) de evitar las crisis y las situaciones límite. Pero son justamente aquellas pocas escenas donde hay un conflicto manifiesto –como cuando el segundo marido de Patricia Arquette se revela como un alcohólico violento, o el tercero quiere dejar sentada su autoridad a través de su uniforme– donde la película patina y pierde su aura hipnótica. No importa. El espectador debe saber perdonar, como los personajes se perdonan muchos de sus errores o pasos en falso. El tiempo, la experiencia compartida junto a Boyhood vale más que la suma de sus partes.
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