CINE › CINEMATOGRAFIAS PERIFERICAS EN EL FESTIVAL INTERNACIONAL DE TESALONICA
Si algo define al festival griego es su rebelión contra el paradigma narrativo industrial. En esta edición, se destaca no sólo un potente seleccionado del cine argentino, frecuente en Tesalónica, sino también una llamativa presencia de films de la ex órbita soviética.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Tesalónica
En su libro Poética del cine, el gran cineasta chileno Raúl Ruiz desarrollaba una diatriba contra lo que llamaba “la teoría del conflicto central”, que impuso de una vez y para siempre Holly-
wood. Y en una entrevista de este diario, decía: “Esta teoría tiene muchas caras y una de ellas es la cara política. El modelo del conflicto central, que impuso Hollywood, representa no sólo una mentalidad particular sino también un proyecto político y económico particular, que el resto del mundo no tiene por qué compartir. Y cuando me refiero al resto del mundo ni siquiera estoy hablando de Chile, Africa o Indonesia. Estoy hablando de Francia, Italia, Alemania, países muy centrales. El modelo que nació como una forma de estructurar el drama se ha ido reduciendo a meras normas de fabricación, de la misma manera que hay normas de fabricación en una industria cualquiera. El rol artístico se ha convertido en lo que ahora se llama design y el resto entra en aquello que se puede denominar paradigma narrativo industrial, donde todo se reduce a una cuestión deportiva: saber quién va a ganar. Afirmar de una historia que no puede existir sino en razón de un conflicto central nos obliga a eliminar todas aquellas otras historias que no incluyen ninguna confrontación. Es curioso, porque originalmente esa estructura expresaba el modo de ser de una cultura. Al interior de esta cultura (la de Estados Unidos), tomar una decisión es algo no solamente indispensable, sino también un hecho que implica pasar al acto de inmediato (no así en China o en Irak). En otras culturas, la colisión física o verbal no es la única forma de conflicto...”
Si hay algo que define al The-ssaloniki International Film Festival, que viene capeando las tormentas económicas y políticas de Grecia ya desde hace unas cuántos años (ya lleva 55 ediciones), es que su programación se rebela contra ese paradigma narrativo industrial y, en particular, contra la teoría del conflicto central. Y, en términos aún mayores, su selección se resiste sistemáticamente a priorizar la producción cinematográfica de los países denominados centrales, que por otra parte no están pasando por su mejor momento (basta pensar en la perenne crisis del cine italiano o la rutina en la que ha caído gran parte del cine francés, por ejemplo).
Una prueba contundente de la independencia de criterio del festival es la importancia que año a año Tesalónica le dedica al cine argentino. Y no parece una casualidad que en la edición 2014 la muestra dirigida por Dimitri Eipides haya omitido, por ejemplo, a Relatos salvajes, la popularísima película de Damián Szifron, candidata al Oscar de Hollywood, como el que ya consiguió El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. La potente selección argentina de esta edición –que le sigue a un foco que Tesalónica le dedicó a nuestro cine el año pasado– incluye cuatro títulos de primer nivel y, cada uno a su manera, antagónicos a la deportiva “teoría del conflicto central”: Refugiado, de Diego Lerman, con Julieta Díaz, privilegia la violencia simbólica a la explícita y hace del enemigo (el marido golpeador) una sombra ominosa sólo presente desde el fuera de campo; El escarabajo de oro, de Alejo Moguillansky, pone lúdicamente en cuestión el paternalismo eurocéntrico a la hora de coproducir con países denominados “en vía de desarrollo”; La tercera orilla, de Celina Murga, con Daniel Veronese, se rebela literal y simbólicamente contra todas las figuras paternas; mientras que La princesa de Francia, de Matías Piñeiro, refuerza una idea que ya estaba presente en la obra previa del director de Viola: la del barroco porteño, la de una película que puede ser muchas y distintas a la vez, contra el relato de sentido unívoco que proponen los modelos centrales.
Por su peculiar situación geopolítica, que desde la oscura noche de los tiempos siempre hizo de la ciudad-puerto de Tesalónica, al norte de Grecia, sobre el Mar Egeo, un constante cruce de caminos y culturas (griega en primer lugar, pero también balcánica, otomana y judía), el festival suele mirar con mayor atención a todo aquel cine que proviene de las antípodas de la Europa central. De hecho, la más remota Europa del Este, aquella que alguna vez fue parte de la órbita soviética y que incluso se llega a mixturar con las primeras fronteras de Asia, tiene este año una fuerte presencia en Tesalónica. ¿Qué se sabía últimamente del cine de Bulgaria, de Ucrania, de Kazajistán, por ejemplo? Poco y nada, por cierto. Y sin embargo, Tesalónica prueba que existe y que bien vale la pena verlo.
Es el caso, por ejemplo, de Urok (La lección), promisoria ópera prima de los búlgaros Kristina Grozeva y Petar Valchanov, que en una concisa, apretada hora y media es capaz de hacer de un pequeño pero dramático caso en particular la pintura de toda una sociedad en crisis y en conflicto consigo misma. Nadezhda, una profesora de inglés de un colegio secundario de provincia, lejos de la capital, Sofía, descubre que en su clase uno de sus alumnos roba el pequeño dinero de bolsillo de sus compañeros. Pero mientras intenta desenmascarar al culpable, se enfrenta a un problema mucho mayor: sin que ella lo sepa, su marido se ha enterrado en deudas con el banco y la casa que comparten con su pequeña hija está a punto de ser rematada. Para impedirlo, Nadezhda a su vez se sumergirá en una pesadilla aún mayor, que la hará caer en las manos de un prestamista.
Rodada con el pulso tenso y la cámara en mano que impusieron como marca de estilo los hermanos Dardenne, La lección pone magistralmente en escena al dinero como protagonista: es el dinero el que envicia las relaciones en su curso, en su matrimonio y hasta el que pone en peligro su propia vida, cuando se siente amenazada por la mafia de la usura. Con esa dignidad propia también de las heroínas de los Dardenne, Nadezhda luchará contra todo ello, pero sobre todo contra la humillación, que se ensaña aún más con ella por el solo hecho de ser mujer.
Si La lección está estructurada a partir de largas tomas sin cortes, no tiene una sola nota de música y utiliza muy pocas palabras, la película ucraniana Plembya (La tribu) lleva todas esas singularidades a un extremo absoluto. Sucede que esa tribu del título es la que integran un grupo de internos de un orfanato de jóvenes sordomudos en las afueras de Kiev. Si el cine ha pintado últimamente una pesadilla distópica no es precisamente la de algún film interestelar de Holly-wood sino este crudo fresco hiperrealista de la era del poscomunismo.
Hablada por completo en lenguaje de signos, que deliberadamente ningún subtítulo traduce, es la violencia de esos gestos y sonidos guturales lo primero que golpea en la conciencia del espectador. Pero en La tribu no hay nada de qué compadecerce: los feroces adolescentes de ese internado hacen parecer a los “drugos” de La naranja mecánica como meros párvulos de jardín de infantes. Organizados como una banda sin otras reglas que las que fijan sus líderes, por las noches salen a robar y a prostituir a dos de las chicas del internado, que lo toman como algo natural para ellas, como si no existiera la posibilidad de tener otras vidas. La institución como tal no sólo es ajena a toda la situación sino que –en el particular recorte que hace la ópera prima de Miroslav Slaboshpitsky (premiado en la Semana de la Crítica del último Festival de Cannes)– brilla por su ausencia. Y la violencia creciente del film no podrá sino terminar en una catarsis nihilista que parece hablar de toda una sociedad indiferente: definitivamente ciega, sorda y muda.
También de un orfanato proviene Naguima, la adolescente que le da su título a la película kazaja que debutó en febrero pasado en el Forum del Cine Joven de la Berlinale y que ahora se luce también en Tesalónica. Huérfana, pobre e iletrada, Naguima comparte una barraca de extramuros con una compañera del orfanato y una prostituta. Pero nada en el film de la directora Zhanna Issabayeva promueve la falsa piedad o la condescendencia. Se trata más bien de un relato crudo hasta el hueso, formalmente enraizado en el cine de ese gran padre del cine kazajo que es Darejan Omirbayev, descendiente a su vez del de Robert Bresson. Y como en Student (2012), de Omirbayev, o El diablo, probablemente (1977), de Bresson, esa juventud no alcanza a ver salida alguna que no sea la más desesperada. El mundo a su alrededor se ha vuelto de una banalidad, un materialismo y una insolidaridad insoportables. De alguna manera, todos esos huérfanos de La tribu y de Naguima (a su manera, la joven profesora de La lección también lo es, en tanto añora a su madre muerta prematuramente) parecen hablar de la orfandad de los países de la ex órbita socialista, que pasaron brutalmente de un Estado autoritario y omnipresente a uno completamente ausente, que los ha abandonado a la triste suerte de un capitalismo salvaje, casi preindustrial.
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