CINE › CALVARIO, DEL IRLANDES JOHN MICHAEL MCDONAGH, CON BRENDAN GLEESON
No hace falta creer en Dios para disfrutar de este dramón de conciencia, que se ve más que contrapesado por un afilado, certero sentido del humor, por un elenco notable y, finalmente, por una construcción clásica que remite a John Ford.
› Por Horacio Bernades
Básicamente un drama de conciencia, la peculiaridad de Calvario es que, tal como el título indica, lo atraviesa un cura católico irlandés. Absolutamente identificado con el punto de vista del protagonista –que es, como se dice en un momento, el buen pastor, esa rareza a esta altura–, Calvario no podía no ser un film confesional. Confesional en el sentido de que el mundo contemporáneo se ve en él a través del filtro de la fe católica, y también en el sentido más específico de la palabra. La película empieza con una confesión y casi todos los personajes, si no todos, tarde o temprano terminan confesando su dolor. Sus pecados, por qué no. Sintetizada así, Calvario parecería un film no apto para no católicos. Lo es, sin embargo, por varias razones.
La primera y principal es que en ella la fe es una pregunta, una duda incluso, más que una certeza. Pero también ayuda mucho que quien la escribió y dirigió –el irlandés John Michael McDonagh– es un tipo inteligente, que maneja la clásica ironía británica como Messi la pelota. Dueño, por lo visto, de un ojo infalible a la hora de elegir actores, McDonagh tiene además el suficiente buen gusto como para retomar el desprestigiado modelo del cine-novela, sin que resulte un plomo o una antigualla. Aunque algunas costuras de la encuadernación queden un poco demasiado a la vista. La premisa es como de Dostoievsky. En la escena inicial, el padre James (el siempre imponente Brendan Gleeson, cuyo aspecto de leñador o capitán de barco es clave en términos de empatía) recibe la confesión de un parroquiano que, de pequeño, durante años y con regularidad semanal, fue violado por un cura. Como vengarse no puede porque el cura murió, va a ejecutar en su lugar al padre James, por bueno que éste sea, como forma de hacer carne la injusticia del mundo.
La ejecución tendrá lugar una semana más tarde (“matar a un cura un domingo, ¿no es precioso?”, se pregunta el cínico penitente) y el primer dilema que el padre James deberá resolver es el que tiene que ver con los votos referidos al secreto de confesión. El segundo es, claro, si hacer de esa cita frente al mar algo parecido a un duelo de western (fortachón, vital, popular, excéntrico y ex alcohólico, el padre James parece un cura de Chesterton o de John Ford). De que se va a presentar no hay dudas: el padre es uno de esos curas que no le sacan el cuerpo a las balas. De hecho, en un momento se le va la mano con el scotch y la Guinness y empieza a los tiros en un pub, otra vez alla John Ford. Como en una novela del siglo XIX, frente al héroe se extiende el mundo. El mundo moral, más que el físico, materializado por la gente del pueblo. El ricachón decadente, el médico cínico y cocainómano, el pobre tipo al que la esposa cuernea, la mujer que intenta llenar su vacío con sexo, el fortachón que le hace de sex toy, el inspector de policía gay y su chongo, el asesino serial en prisión, el escritor a punto de morir, la mater dolorosa y hasta el pusilánime y corrompible representante de la Iglesia.
Si se quiere sobreinterpretar (o no) podría verse en el padre James un alter ego del papa Francisco. Como él, James es pura buena voluntad, puro regreso al cristianismo puro. Con todos dialoga, a todos escucha, siempre y cuando estén dispuestos a arrepentirse. Incluido él mismo: la llegada de su hija Fiona (el bombón pelirrojo de Kelly Reilly) lo pone frente a sus pecados, como hombre y como padre. El padre James es también un Cristo, un mártir que acepta su cruz con coraje y aguante y va hacia ella. Masticando dolor por sí mismo y por el valle de lágrimas que lo rodea, hasta último momento cumplirá con sus votos, instando al arrepentimiento del pecador.
OK: Calvario es una película recatólica. También una en la que cada personaje “representa” algo, está puesto allí como encarnación de un pecado o una tentación. El tema es que no por eso dejan de ser personajes, y eso permite disfrutar del armado de este tapiz tan clásico. Si se le suma la inteligencia y el muy británico understatement o sobreentendido de los diálogos, así como un elenco en el que se lucen todos, conocidos (entre ellos, el genial M. Emmet Walsh, detective-monstruo de Simplemente sangre, y el morocho Isaach de Bankolé, actor fetiche de Claire Denis) o no (imperdibles, los comediantes Chris O’Dowd y Dylan Moran), se comprenderá que no hace falta creer en Dios para disfrutar de ella. Y que el dramón de conciencia se ve más que contrapesado por un afilado, certero sentido del humor.
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