CINE › ESCOBAR: PARAíSO PERDIDO, óPERA PRIMA DE ANDREA DI STEFANO
› Por Juan Pablo Cinelli
Es innegable que Pablo Escobar Gaviria, máximo representante de la trágica era en que los carteles colombianos dominaban el negocio del narcotráfico, se ha convertido en un icono de la historia política de finales del siglo XX. Su figura posee, además, el magnetismo cinematográfico de los grandes criminales de la historia, de Calígula a Adolf Hitler. Hay algo en el espanto que se cifra en esos nombres que el cine consigue sublimar, dando curso a la posibilidad de convertirse en espectador del horror y lo perverso. O más exactamente, de su puesta en escena. La dificultad y el desafío a los que se enfrentan proyectos como Escobar: Paraíso perdido, que intentan revelar el carácter humano detrás del monstruo (la “banalidad del mal” descrita con elocuencia por Hannah Arendt), radica sobre todo en la búsqueda de un equilibrio de múltiples extremos, entre los que se incluyen el reduccionismo, la exageración, la justificación, el relativismo o la exaltación. El objetivo es lograr que la ficción no se convierta en mentira y que la verdad no limite la puesta en escena. Porque de eso se trata el cine.
Dificultades con las que apenas puede lidiar Escobar: Paraíso perdido, que representa el debut como director de Andrea Di Stefano, actor italiano que trabajó en películas como Una aventura extraordinaria, de Ang Lee, o Comer, rezar, amar, de Ryan Murphy. En primer lugar porque aunque Escobar, interpretado por Benicio del Toro, ocupa un lugar preponderante en la trama, el protagonista es un joven canadiense a quien el destino convierte en parte de la familia del narco. El chico se casa con una sobrina del traficante y pronto se ve preso de un círculo del cual el amor y el miedo le impiden salir. Este personaje representa un punto de vista ajeno a la realidad colombiana en la cual surge y crece el poder de Escobar y los carteles colombianos. Se trata de un mecanismo maniqueo que busca la identificación del espectador del primer mundo, interpelándolo de manera directa para tranquilizarlo y decirle que esas cosas sólo ocurren en lugares remotos, lejos de Europa o los Estados Unidos. Lejos de casa. Recurso que tiene un correlato estético en la clásica fotografía tórrida, saturada de naranjas, que es la que se utiliza por defecto para retratar realidades tercermundistas corruptas desde Traffic (2000, Steven Soderbergh) en adelante.
Pero además ese punto de vista sirve para focalizar el horror en Escobar, para cerrarlo sobre su personalidad psicopática, que acá aparece como única causa de miles de asesinatos cometidos, relativizando la culpa de, por ejemplo, un ejército de sicarios cuyo papel se resume a ser meros vehículos de la voluntad de El Patrón. Algo que por acá en algún momento se conoció como obediencia debida. Ya desde el título el film propone una mirada paternal, definiendo al salvaje tercer mundo como un edén malogrado por sus propios habitantes. En el camino acaba siendo un retrato parcial y esquemático de uno de los criminales más grandes del siglo pasado. Suerte de manual narco para principiantes, Escobar: Paraíso perdido parece suponer que el mundo funciona a partir de compartimentos estancos y que basta con no cruzar a la vereda de enfrente para mantenerse a salvo del subdesarrollado abrazo del mal.
Escobar: Paradise lost, España,
Francia, Bélgica, Panamá, 2014
Dirección: Andrea Di Stefano.
Guión: Francesca Marciano y Andrea Di Stefano.
Música: Max Richter.
Intérpretes: Benicio del Toro, Josh Hutcherson, Brady Corbet, Claudia Traisac, Carlos Bardem y otros.
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