Jue 29.01.2015
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CINE › ST. VINCENT, UN VEHíCULO PARA EL LUCIMIENTO DE BILL MURRAY

Acerca de santos y pecadores

Antes de llegar a un grand finale en el que sólo falta Luis Sandrini, la película escrita y dirigida por Theodore Melfi acumula golpes bajos y lugares comunes, pero el gran Murray consigue salvar la comedia con su retrato de un borracho impenitente.

› Por Horacio Bernades

Presuntamente al que más sabe a la hora de “meter” películas en los Oscar, esta vez al productor Harvey Weinstein le falló el cálculo, dejando la muy calculada St. Vincent fuera de las nominaciones. En los Globos de Oro, a la ópera prima de Theodore Melfi le fue apenas un poquito mejor: consiguió dos nominaciones (Mejor Comedia y Mejor Actor Protagónico), pero ningún premio. Caso único de autospoiler, St. Vincent tiene un protagonista llamado Vincent, a quien durante por lo menos media película se pretende que el espectador vea como monstruito más o menos perdonable. Siempre y cuando el señor/a espectador/a no se acuerde del título, claro. O no haya visto el afiche de la película, donde encima de Bill Murray aparece el aura con que en las historietas de hace un siglo se identificaba a los santos. O no le caiga la ficha cuando un profesor de sotana propone como trabajo de fin de año “Los santos que nos rodean”. Hasta para la Academia, cuyo nivel de tolerancia a la melosidad suele ser del 99,99 por ciento, la literal santurronería de St. Vincent fue too much, y la dejaron en la puerta.

Antes de llegar a un grand finale en el que sólo falta Luis Sandrini, Melfi, director y guionista, acumuló prostitutas-cajas registradoras que resultan ser prostitutas maternales, curas católicos tolerantes con los alumnos ateos, niños sabihondos, acosadores de cole que terminan haciéndose amigos de sus acosados, madres abnegadas que se desloman por sus hijos, un Alzheimer y, faltaba más, una embolia cerebral que de golpe y sin previo aviso (embolia ex macchina) deja babeando a un personaje importante. ¡Un horror! ¿Por qué entonces un 5 y no un 1 hecho y derecho? Porque, al menos hasta la embolia (¡qué embolia, realmente!), esto es Melfi vs. Melfi. Reconociendo que el guión escrito por Mr. Hyde Melfi es para el descenso, el director, Jekyll Melfi, exhibe una loable esquizofrenia a la hora de ponerlo en escena, eludiendo obviedades con elegancia y posibles golpes bajos con muy finas elipsis. Hasta que declara su propio ma’sí y se dirige en línea recta hasta el último de los infiernos cinematográficos.

St. Vincent es Gran Torino en plan ligero, con Bill Murray en lugar de Clint Eastwood y chico judío en lugar de chico coreano. Hasta las casas se parecen a las de la película del viejo californiano, con bandera de stars and bars en el front yard y todo. Vincent es el típico indeseable que fuma hasta por los codos (¡pecado venial!), toma hasta que lo echan, debe lo que no puede pagar y vive echándole flit al prójimo. De qué trabajaba antes de pelar su cuenta bancaria, perder en los burros y empezar a vivir de cosas como cobrarle al vecino una rama del árbol del jardín o vender medicamentos robados en el mercado negro, es un detalle que el guión no recuerda informar. Igual, atención, que a este Scrooge (Murray supo encarnar, de hecho, al jodido imaginado por Dickens) le gusta la pancita de embarazada de Daka, la bailarina de caño rusa a la que meses atrás inseminó (Naomi Watts, en modo “composición de personaje”). Y acepta hacer de babysitter de Oliver (el debutante Jaeden Lieberher, ligeramente insoportable), que acaba de mudarse con mamá Maggie (Melissa McCarthy, excelente) a la casa de al lado. Acepta por doce dólares la hora, claro.

¿Qué tiene entonces de bueno St. Vincent? Las actuaciones, por ejemplo. Sobre todo Bill Murray, claro, en personaje servido. El único actor capaz de competir con el viejo Clint por el campeonato del hijo de puta más viral del mundo, Murray trata con tanta acidez al pequeño Oliver como a su mamá, sus amigos de barra (los únicos que tiene), la cajera del banco o Daka (que lo trata peor). “Acá tenés tu sushi”, le dice al chico después de abrir una lata de sardinas vaya a saber con qué vencimiento. “Yo sé que la hija de puta no sos vos, sino tus patrones”, le perdona la vida a la cajera. “Mirate la pinta. ¿Realmente me querés hacer creer que estás en condiciones de pagar el arreglo?”, le dice a la vecina después de que el camión de mudanzas rompió su árbol y su auto. Hay que verlo bailar solo, en una suerte de éxtasis aparatesco, la genial “Somebody to Love”, de Jefferson Airplane, en el boliche donde suele emborracharse. Y tener después un múltiple accidente en casa, como un Clouseau alcohólico.

El efecto-Murray se contagia a otros personajes. Básicamente, al profesor-cura irlandés (el comediante británico Chris O’Dowd), que de otro modo sería insoportable y así como está es muy gracioso, pasándole letra al chico judío para que encabece el rezo diario. Lo otro bueno de St. Vincent es, como se dijo, el manejo de las elipsis por parte de Melfi, que logra un relato fluido, conciso y sin redundancias. Al menos hasta que los pecadores mutan a santos, maridos ejemplares y héroes de guerra condecorados, y todo se va derecho al último de los demonios.

5-ST. VINCENT

EE.UU., 2014.

Dirección y guión: Theodore Melfi.

Fotografía: John Lindley.

Duración: 102 minutos.

Intérpretes: Bill Murray, Jaeden Lieberher, Melissa McCarthy, Naomi Watts, Chirs O’Dowd, Terrence Howard.

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