CINE › BERLINALE. EL BOTóN DE NáCAR, DE PATRICIO GUZMáN, EN LA COMPETENCIA OFICIAL
En la senda de su film anterior, Nostalgia de la luz, el gran documentalista chileno vuelve a intentar conectar las fuerzas de la naturaleza con las tragedias que sacudieron la historia de su país, pero no siempre consigue estar a la altura de su ambición.
› Por Luciano Monteagudo
Página/12 en Alemania
Desde Berlín
Si en los últimos años ha habido un documental original y conmovedor por donde se lo mire ése es Nostalgia de la luz (2010), del gran director chileno Patricio Guzmán. Allí Guzmán lograba hablar de su país y su historia reciente poniendo en diálogo el cielo y la tierra, el cosmos infinito que explora el observatorio astronómico del desierto de Atacama y los restos de los desaparecidos durante la dictadura militar de Pinochet, que yacen a sus pies y que un puñado de mujeres –como Antígonas contemporáneas– buscan identificar y darles justa sepultura. En esa misma línea, el realizador de la monumental La batalla de Chile (1972-1979), donde daba cuenta de la epopeya del gobierno revolucionario de Salvador Allende, vuelve a intentar poner en conversación la armónica eternidad del universo y la iniquidad del país al que ama y al que le ha dedicado obsesivamente toda su obra. Lo hace en El botón de nácar, que ayer supuso uno de los puntos altos de la competencia oficial de la Berlinale, un film que por su envergadura y su ambición seguramente estará entre aquellos que pelearán por el Oso de Oro de esta edición del festival.
Si Nostalgia de la luz transcurría por completo en el extremo norte de Chile, donde la vastedad del de-sierto parece acariciar el cielo, El botón de nácar lo hace en cambio en el extremo sur, allí donde la Patagonia chilena se va angostando entre el mar y las montañas hasta convertirse en un prodigioso archipiélago donde la naturaleza brilla en todo su esplendor. Y así como en Nostalgia de la luz la materia constitutiva del film era la tierra, aquí, en la nueva obra de Guzmán, lo es el agua, fuente de vida y energía, y hogar de los primeros pueblos originarios de lo que luego fue Chile, que vivían prácticamente arriba de sus canoas, a pesar de las inclemencias del mar y del tiempo. Lo que intenta El botón de nácar es relacionar, poner en conversación esa naturaleza que aún hoy parece casi tan virgen como lo era en sus albores con la historia del exterminio de sus primeros habitantes, un exterminio que Guzmán asocia a su vez con el que perpetró la dictadura de Pinochet, cuando convirtió las aguas del Océano Pacífico en un inmenso cementerio, adonde habrían sido arrojados desde el aire más de 1200 detenidos-desaparecidos.
En las muchas historias que cuenta simultáneamente el nuevo film de Guzmán –quizá demasiadas– hay una que le sirve de nexo entre un exterminio y otro, ambos practicados en nombre de la civilización y la modernización del país. Hacia 1830, el comandante británico Robert Fitz-Roy, que recorría con su nave el extremo austral de Chile para mapear la zona, decidió subir a su navío a un joven aborigen de no más de 14 años y, a cambio de un botón de nácar, lo convenció de llevarlo a Inglaterra, como prueba de sus hallazgos. La dotación del barco de inmediato lo llamó “Jimmy Button” por el precio del cambio efectuado. “Ese muchacho hizo en unos pocos meses un viaje desde la Edad de Piedra hasta la Revolución Industrial”, dice la serena y por momentos solemne voz en off de Guzmán, que asume desde un comienzo la primera persona del singular para narrar sus impresiones y reflexiones.
Ese botón emblemático encuentra su correlato en otro botón, hallado muy recientemente en el fondo del océano, adherido a uno de los rieles de ferrocarril que servían de lastre para que los cuerpos de los hombres y mujeres arrojados al mar por la dictadura militar no volvieran a surgir a la superficie. El film mismo se sumerge también en esas aguas en busca de otros rieles, de otros vestigios que pudieran hablar por los desaparecidos. Porque si hay algo que busca el film de Guzmán es encontrar la voz del mar, romper el silencio que todavía reina en Chile sobre la represión de la dictadura y también sobre el genocidio de los pueblos aborígenes australes, que fueron cazados como animales (se pagaba una libra esterlina por cada testículo o seno de un adulto y media por cada oreja de niño) en nombre del progreso. “Salvador Allende fue el único que se animó a romper ese silencio, cuando empezó a devolver las tierras usurpadas a los sobrevivientes de los pobladores ancestrales”, recuerda Guzmán, reconociendo la fugacidad de ese proyecto, del cual él como cineasta también formó parte.
Ahora bien, ¿está El botón de nácar a la altura de sus ambiciones, de las relaciones cosmogónicas y políticas que pretende establecer, como sí lo estaba Nostalgia de la luz? No siempre. Las historias que tiene para contar son indudablemente fascinantes, tanto que a Guzmán le lleva casi toda la primera hora de película ocuparse de los habitantes originarios del Chile más austral, de los cuales ha quedado casi apenas un puñado de fotos que dan cuenta, por las extrañísimas pinturas de sus cuerpos, no sólo de su alta concepción estética sino también del vínculo de esos pueblos con la cúpula celeste que los cobijaba. Esa relación, sin embargo, se vuelve didáctica, y hasta tautológica incluso, cuando Guzmán insiste en incluir una y otra vez en su film imágenes y reconstrucciones del espacio exterior, con sus constelaciones y nebulosas, como si se tratara de una nueva versión del Cosmos de Carl Sagan.
A su vez, las relaciones que el film establece entre uno y otro exterminio, entre unos hechos y otros, a veces están plenamente justificadas (como en el caso de la isla Dawson, que sirvió en su momento tanto para recluir a los aborígenes como luego de campo de concentración para los prisioneros políticos de Pinochet), y otras resultan un tanto forzadas. Ese recuerdo que Guzmán evoca de un compañero suyo de colegio que murió ahogado (“Mi primer desparecido”, lo llama, con énfasis dramático, porque el mar nunca devolvió su cuerpo) no parece tener en el relato una relación verdaderamente orgánica con la aparición del primer y único cadáver (el de una mujer, Marta Ugarte, que increíblemente todavía tenía los ojos abiertos, como si aún estuviera contemplando el horror) de los arrojados al mar que devolvieron las aguas.
Hay un tono muchas veces forzadamente simbólico, alegórico, que conlleva un lastre formal que en Nostalgia de la luz nunca se hacía sentir. En aquel film las digresiones lo enriquecían; aquí por momentos diluyen, distraen, ya sean esas repetidas imágenes cósmicas o las entrevistas a cámara a un antropólogo que con su voz imita la música del agua o a los pocos sobrevivientes de los pueblos originarios, a quienes Guzmán les pide –en un gesto que puede llegar a interpretarse como paternalista– que digan vocablos sueltos en su lengua de origen (por cierto: Dios y policía son conceptos que no existen en esa lengua).
Una decisión probablemente cuestionable de El botón de nácar es la de reconstruir los vuelos de la muerte: ¿había necesidad de reproducir con un muñeco las condiciones en que un detenido-desaparecido era atado con alambre a un riel? ¿Qué agrega ver luego a un helicóptero del ejército chileno arrojando esos bultos al mar? Para un film que se pretende lírico, metafórico, poético, esa reproducción parece por un lado demasiado gráfica, literal, y por otro no deja de ser éticamente conflictiva, como si el film, inadvertidamente, volviera a materializar –a poner en acto– una práctica siniestra, que la película misma sin duda condena.
De estas contradicciones está hecha una película como El botón de nácar, un film que ya está entre los más discutidos de esta edición de la Berlinale y que el propio Guzmán concibe por ahora como un díptico con su película anterior. Y que quizá convierta –tal como adelantó aquí en el festival– en un tríptico, cuando se decida a avanzar con una nueva película sobre la región central de Chile y la Cordillera de los Andes, como si se hubiera propuesto reconstruir épicamente, él solo, no sólo la geografía sino también la genealogía y la memoria histórica de un país al que el director le ha dedicado, como un poseso, toda su obra.
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