CINE › LEVIATáN, DEL REALIZADOR RUSO ANDREI ZVIAGUINTSEV
Premiado en Cannes, nominado al Oscar y acusado en su propio país de transmitir una imagen distorsionada de Rusia y, sobre todo, de su dirigencia política, el nuevo film del director de Elena carga las tintas y ofrece pocas sutilezas.
› Por Horacio Bernades
La película rusa de mayor trascendencia internacional en bastante tiempo –tal vez desde El regreso, 2003, del propio Andrei Zviaguintsev–, Leviatán empezó a rodearse de un aura especial en mayo del año pasado, cuando el jurado del Festival de Cannes le otorgó el premio al Mejor Guión. En enero, el aura se engrosó con la nominación al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa –que un mes más tarde quedó en manos de la polaca Ida– y entre Cannes y Hollywood, la película de Zviaguintsev impactó en el blanco al que parecía destinada, el verdadero centro de su aura. Ya desde antes del estreno en su país, desde el más cerril putinismo se la comenzó a acusar de “antirrusa” y “deprimente”, de transmitir una imagen distorsionada de su país y haber sido confeccionada a medida del gusto occidental. Las autoridades rusas no llegaron a bloquearla, pero una ley enviada a la Duma inmediatamente después del estreno local de Leviatán permitiría hacerlo con la próxima a la que puedan colgarle los mismos sambenitos.
¿Qué fue lo que motivó la cólera de la nomenklatura y hasta de la ortodoxia religiosa? Básicamente, tres cosas. La primera es que el villano de la película es el intendente de la ciudad de Pribrezhny, que existe realmente. La segunda, que en una escena puede verse, sobre la pared de su oficina, un retrato gigante de Vladimir Putin. La tercera, que en el film de Zviaguintsev el pope ortodoxo de la zona es cómplice del intendente. A todo eso se puede sumar, a juzgar por las repercusiones, el altísimo consumo de vodka, que según las autoridades tergiversa la media rusa. Coautor del guión junto a Oleg Negin, el realizador tomó el nudo de la historia de un caso real, sucedido una década atrás en un pueblito de Colorado, Estados Unidos. Lo que allí terminó en un explosivo american style aquí da lugar a una muy rusa implosión, un sufrimiento y desesperación del héroe que hacen pensar en un “idiota” (en sentido dostoievskiano) del realismo post socialista.
En ese plano más superficial del relato, Leviatán no ofrece mayores ambigüedades, no da lugar a segundas interpretaciones. El intendente es un gordo borracho, abusivo, bruto y patoteril, que quiere arrebatar su propiedad a un modesto mecánico de autos para un negocio personal. Cuenta para ello con la venia del pope (que le hace saber que Dios está con él) y la falsa neutralidad de la Justicia, que no hace lugar al reclamo de Kolya, protagonista-víctima. Esa falsa neutralidad es expresada de modo literal, en una escena en que la cámara se acerca en lento travelling hasta el plano medio de una jueza, que dicta su sentencia en tono impertérrito y a velocidad de “que pase el que sigue”. El monstruo Leviatán es, en la Biblia, la némesis de Job, y Job es el inocente que sufre, tal como pedagógicamente explica otro pastor ortodoxo (más bueno que el primero), a Kolya y al espectador. Kolya sufre, se sabe condenado, sólo atina a beber un vodka tras otro y, para peor, su mujer lo engaña.
¿Misoginia? En este segundo plano de sentido las cosas comienzan a volverse opacas, contradictorias, irresueltas.
En las primeras escenas se muestra la división de roles sexuales, bien a la antigua, en la familia del protagonista. El es el proveedor que forma al hijo en los rituales masculinos (le pega una cachetada cuando se propasa, juega a trompearse, lo lleva a una práctica de tiro); a ella, por más que trabaje en una fábrica de pescado, se la ve siempre en casa, preparando el té, sirviendo la comida, encuadrada sola en espaciosos interiores. En adelante, a Kolya se lo advertirá más cómodo compartiendo borracheras y abrazos con su amigo y abogado que con su esposa Lilya. ¿Un modo de preparar el terreno para justificar que ésta lo engañe? Tal vez. Pero el hecho es que lo engaña cuando la propiedad familiar, y con ella la familia entera, tambalean.
¿Por qué el hijo de Kolya no deja de maltratar verbalmente a Lilya? ¿Porque es mujer o porque es la reemplazante de la madre? ¿Qué función cumple, en términos dramáticos, que la madre del niño haya fallecido cuando él nació? ¿Por qué una muerte queda sin resolver, sin saberse si fue suicidio o asesinato, y en este último caso sugiriéndose como sospechoso un posible “tapado”, cuya culpabilidad alteraría todo el tablero? Las preguntas podrían trasladarse a la forma del film, trabajado, como la película previa del realizador (Elena, 2011), en planos largos (tanto en términos de tiempo como de espacio) y una cámara mayormente fija, que establece un tono meditativo. Pero no parece haber mucho en qué meditar ante un caso tan flagrante de abuso de autoridad, corrupción estatal y tragedia personal, que a lo único que mueven es a la adhesión, la compasión o la ajenidad que generan los caminos de mano única. Todo ello subrayado, en más de un pasaje, por la hiperorquestada, excluyente música de Philip Glass.
Dirección: Andrei Zviaguintsev.
Guión: A. Zviaguintsev y Oleg Negin.
Fotografía: Mijail Krichman.
Música: Philip Glass.
Duración: 141 minutos.
Intérpretes: Alexei Serebriakov, Elena Liadova, Vladimir Vdovichenkov, Roman Madianov.
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