CINE › ALEJANDRO AGRESTI HABLA DE SU MíTICA PELíCULA EL ACTO EN CUESTIóN
Filmada en 1993 y exhibida una única vez en la Sala Lugones, este jueves llega por fin a su estreno porteño la película que consagró a Agresti en el Festival de Cannes. “Me dolían las cosas y buscaba algo de justicia y de libertad”, recuerda.
› Por Oscar Ranzani
Este jueves se producirá un acontecimiento histórico en los cines porteños: se estrenará El acto en cuestión, una de las grandes películas de Alejandro Agresti, que fue concluida en 1993 y nunca fue proyectada en salas comerciales: sólo llegó a exhibirse en 1996 en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, como parte de una retrospectiva. El acto en cuestión está basada en la novela homónima de Agresti, que la escribió cuando tenía tan sólo 19 años. La historia surgió, dice el cineasta, “de una cosita simple”: un día, el joven Agresti iba caminando por avenida Rivadavia, llovía, y el agua del cordón de la vereda se llevaba una foto de un hombre con galera y guantes blancos que señalaba: “Mago: Animación Fiestas Infantiles”. “Y esa imagen con la lluvia me dio nostalgia y supuse que hubiera sido un gran mago que se lo llevaba el agua y no lo iba a conocer nadie. Eso fue lo que me disparó. Después, como todo, vas hilvanando y sobre todo en una estructura, como tienen la película y la novela, encontré ideas que fui conectando”, cuenta Agresti a Página/12, quien viajó a la Argentina a presentar uno de sus mejores largometrajes.
Aquellos eran tiempos de feroz dictadura: Agresti escribió El acto en cuestión en 1980. Cuando supo que iba a transformarse en película, la pensó en blanco y negro, no muda, pero por momentos con la voz en off de un gran amigo del personaje principal que se dedica a fabricar muñecas (interpretado por Lorenzo Quinteros) que va hilvanando el relato. ¿De quién? De Miguel Quiroga (Carlos Roffe), un hombre que vive en un conventillo con su mujer Azucena (Mirta Busnelli). Quiroga busca empleo, pero mientras tanto se dedica a robar libros. Hasta que se topa con uno gracias al cual aprende un truco de magia que le permite hacer desaparecer objetos y, posteriormente, también personas...
–Tenía el sueño. No lo pensé porque todavía yo no filmaba. Después, con el tiempo hice otras películas, me fui a Europa y mi gran sueño era hacer esa novela.
–La libertad de adaptar, cortar, pegar, editar, agregar. O sea, si bien la novela mantiene la línea de este mago, es bastante diferente en muchas cosas que se fueron sumando a lo largo del tiempo, que después volqué durante la filmación de la película. Porque la película fue realizada de una forma especial: viajando por varios países europeos y con muy poco dinero. Pero nos arreglamos para encontrar cosas de época.
–Totalmente. Fue triste, pero también muy lindo filmar una película tan argentina con actores argentinos, sin hacer un fotograma en el país. La parte linda era que muchas veces yo tenía crudos en que se hablaba en otros idiomas y no entendían lo que yo estaba filmando. Pero siempre pensaba: “Qué lindo cuando vuelva a mi patria y pase esto”. Imaginaba que la gente se iba a reír o que la iba a disfrutar. Fue muy linda la expectativa, lo que me impulsaba a hacer la película para caer un día acá con ella.
–Me fui por varios motivos. Primero, porque en el país habían pasado cosas tremendas. Y yo crecí con eso. Trabajo desde los catorce años y me hice solo. Fui de la Federación Juvenil Comunista, estuve desde muy chiquito atado a ciertas ideas. Y quería hacer cosas. Por supuesto que siempre me interesó escribir. Hice los fines de semana mi primera película, El hombre que ganó la razón. Y nadie entendía lo que yo quería hacer con esa película. Tampoco yo, porque después del sacudón de esos años y de crecer con esos años, necesitaba tener una bocanada de aire y salir. Y por eso me fui a Europa. Mis amigos me decían: “En Europa te van a entender” (risas). Pero realmente era entenderse uno mismo. Mi primer largo lo filmé a los 21 años. Pero estaba golpeado como puede estar un adolescente que trabaja y vive toda esa época y ve lo que pasa alrededor y asiste a tanta hipocresía. Me jodía mucho la hipocresía. Por un lado, tenías a los milicos y, por el otro, tenías la hipocresía de la gente. Hoy en día, muchos, con mucha razón, dicen: “Yo la pasé”, pero hay muchos que no se acuerdan lo hipócritas que eran. Ver esa hipocresía a una edad tan temprana, cuando tenía inquietudes intelectuales y me dolían todas esas cosas y buscaba algo de justicia y de libertad, era muy jodido. Porque no es que los milicos se fueron y punto. Se fueron, pero cierta manera de pensar en la Argentina permanecía. Al pibe tan sensible que yo era eso le pegaba.
–Sí, después me fui a Francia, a Alemania, luego volví a Holanda porque le había dejado el material a un productor holandés y él pagó la posproducción de la película porque le gustó.
–La verdad es que no sé. Yo vivía afuera, la traje acá y había hecho un convenio con un distribuidor, pero la película no se distribuyó. Este señor que tenía los derechos no hizo nada con la película, y si yo venía, podía patalear un poco, pero no mucho, ni tenía tiempo porque uno siempre está pensando en la próxima.
–Fue muy lindo e impactante. Esa fue la primera proyección pública de la película. Me acuerdo de que en la sala estaba gente como Wes Anderson, que después fue un gran director. Le gustó mucho. El no era el director que conocemos hoy. También fue muy interesante la recepción de algunos diarios, que pusieron grandes epítetos. En la primera proyección de Cannes, se perdió un poquito el humor porque yo creo que El acto... es una película recontra argentina. Entonces, hay muchos chistes y mucho disfrute que solamente y exclusivamente va a tener el argentino con la película. Ellos admiraban la forma cinematográfica.
–Sí, a mí siempre me gustó romper con la solemnidad o tener mucho humor. Aparte de solemnidad, el cine argentino tiene como una cierta tristeza y densidad que la querés romper. Tocás temas tristes, pero tratás de buscarle otra forma, otra dialéctica para comunicar esas cosas. Billy Wilder dijo que si decís las verdades como son, te matan, y si las decís con un poco de humor, se aceptan.
–Cuando volví, en 1994, y se pasó luego en la Lugones, que fue un éxito, muchos directores jóvenes que hoy en día son consagrados la vieron y les gustó mucho. Y ahí produjo algo la película. Pero en cuanto al lenguaje, no sé, porque el de El acto... es único. Después, cuando volví a hacer Buenos Aires viceversa, creo que esa película sí rompió más el lenguaje o estableció un lenguaje más que es el punto de partida de un nuevo lenguaje del cine argentino. Pero no El acto...
–El tema de la dictadura estuvo presente en muchas películas, incluso en otra que acá no se estrenó: Boda secreta, que ahora Incaa TV va a tener los derechos para estrenarla por fin en la Argentina. Siempre toqué el tema, de alguna forma, porque siempre me preocupó. Ciertos períodos pasaron a ser como un emblema, una marca. Pero a mí lo que más me preocupa para que esos períodos no vuelvan a existir es la hipocresía del argentino. Es lo hipócritas que somos. Yo siempre digo que los milicos no bajaron de un plato volador. O sea, la gente los trajo, el país los trajo.
–Eso sí. Metafórico, metafísico. Y desde la novela, al tema que yo quería llegar era ése. Quizá la novela se expandía mucho más para el lado del mago haciendo desaparecer gente. Después, con los años y saliendo del centro del huracán que eran esos tiempos (hablo de los años 1979 y 1980), ya tuve la libertad y la madurez de ponerlo en líneas más sutiles y combinarlo con otras características del argentino como, por ejemplo, el machismo.
–Yo creo que en cualquier lugar del mundo sucede que la prensa es, de alguna forma, cómplice con las desgracias. Estamos de acuerdo. Sobre todo la prensa que no es libre. Creo que los medios de comunicación crean una ilusión, un estado aparente de las cosas. Igualmente, la gente cree lo que quiere creerse. Por otro lado, no creo que por más potente que sea un medio de comunicación vaya a tener éxito diciendo mentiras si la gente no quiere escuchar y creerse esas mentiras.
–No es simbólica sino algo súper directo y simple. Cuando uno arma las películas, lo hace a un nivel subconsciente. Sobre todo yo. Y después veo que hay cosas que tienen una conexión directa. No son cosas que las saqué a nivel consciente o calculado. No armo un circuito electrónico de la película. Siempre trato de quedar lo más libremente posible e irme a mi sensibilidad. Y ahí surgen cosas que se van comunicando unas con otras y van formando una trama. Pero seguro que la quema de libros es la quema de libros.
–La película está hablando del mundo y del argentino. Un argentino en el mundo. Y así, de manera arbitraria, pasa por muchas épocas y muchos estados. Habla de que el argentino es un ser enfermo, en cierta medida. Y lo toma con gracia. No sé de dónde, pero tenemos un tipo especial de neurosis que creo que está muy bien expresada en Quiroga, en lo que es Quiroga en relación con el poder, con la ilusión, con conquistar la piedra filosofal y salvarse con algo, en relación con los miedos de un argentino, en relación al argentino con los libros, de dónde saca todo, pero quiere ser el creador de todo. Eso pasa mucho en cierta intelectualidad argentina en algunos momentos. O pasó. El argentino es como que se hace dueño de las ideas de otro.
–En ese sentido, es una crítica a la concepción del posmodernismo, aunque tiene una forma que, para algunos, puede ser posmodernista porque es una película que habla de la intertextualidad. Esas eran cosas que me preocupaban cuando escribía. Iba al bar La Paz a la noche y me sentaba a la mesa de los psicoanalistas y les discutía todo. Yo era pibe e iba con Aristóteles y les discutía a Lacan con Aristóteles. Esa cuestión epocal del posmodernismo, la intertextualidad, donde cada uno saca de acá, roba de acá, hace de acá, me preocupaba mucho. Y está expresado en la película.
Alejandro Agresti vive entre Estados Unidos y Holanda, aunque reconoce que tiene interés en afincarse en la Argentina. Fue uno de los directores argentinos que llegaron a trabajar en Hollywood. Allí dirigió La casa del lago (The Lake House), un drama romántico filmado en el estado de Illinois y protagonizado por Keanu Reeves y Sandra Bullock, con Dylan Walsh, Shohreh Aghdashloo y Christopher Plummer interpretando personajes secundarios. El film se estrenó en 2006. “Me hizo aprender mucho no sólo el hacer la película y el trabajar (porque sigo, a veces, trabajando y reescribiendo guiones): me enseñó también a descubrir cuál es la mentalidad”, reconoce Agresti, un admirador del cine clásico de Hollywood de los años ’40 y ’50. “Me gustó mucho hablar con los técnicos, conocer grandes directores del pasado y, sobre todo, me gustó mucho el laburo exhaustivo que ellos hacen del guión, el laburo dramático.” El director argentino siempre admiró la literatura norteamericana del siglo XX y también la anterior. “Y pienso que es un país que, por un lado, es terrible lo que hace con la política exterior y todo lo demás. Y por otro, es un país que ha tenido gente muy preocupada y gente muy interesante en relación con lo que yo me dedico, que es escribir y hacer cine”, compara Agresti. “Y se puede aprender mucho de ellos. No hay que negarlos porque son yanquis. Podés cometer ese error según cómo te levantés, pero hay muchos escritores y cineastas de los que uno puede aprender mucho”, confiesa el realizador argentino.
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