CINE › CRIMENES OCULTOS, CON TOM HARDY, NOOMI RAPACE Y GARY OLDMAN
› Por Juan Pablo Cinelli
Lo primero que llama la atención en Crímenes ocultos, adaptación de la novela Child 44 (que también es el título original de esta película) del escritor inglés Tom Rob Smith, es una apuesta estética algo insólita que genera interferencias a la hora de aceptar la historia que se cuenta. Una decisión de su director, Daniel Espinosa, que representa un pecado de sobreadaptación que produce un efecto involuntario de extrañamiento. Para explicarlo bien es necesario avanzar con la sinopsis de un relato ambientado en la Unión Soviética, en lo más duro de la posguerra stalinista, donde un grupo de policías militares se dedica a cazar disidentes a los que de manera sistemática acusa de ser espías al servicio de Occidente. Se trata de una coproducción estadounidense y europea, en la que todos los personajes son rusos viviendo en Rusia. Para llevarla adelante el director tenía dos opciones lógicas: a) optar por un elenco de actores rusos y permitir que los personajes dialogaran en su idioma natural, como hizo Mel Gibson en Apocalipto y La pasión de Cristo o Steven Soderbergh en Che, con la desventajosa posibilidad de subexplotar el mercado norteamericano; o bien, b) defecarse en ese detalle innecesario de realismo, contratar un elenco angloparlante y filmar en inglés, multiplicando el potencial comercial de la película. Pero Espinosa sorprende con una tercera opción que tiene algo de absurdo, porque parece no haber tomado nota de algunas cuestiones básicas respecto de la puesta en escena o el concepto de suspensión de la incredulidad: elige un grupo de estrellas del cine estadounidense (Tom Hardy y Joel Kinnaman) e inglés (Gary Oldman) y los pone a hablar en ese idioma pero con un ridículo acento ruso, como si en realidad la cosa no transcurriera en la Unión Soviética, sino en un barrio de inmigrantes en Nueva York.
Una segunda versión de este problema se desprende del punto de vista elegido para contar un cuento soviético. Curiosamente, prendidos de aquella vieja aberración stalinista según la cual los asesinatos no existían en la URSS porque en el paraíso no hay crímenes, la película puede resultar un juego de espejos deformantes desde el cual retroalimentar una nueva mirada sobre Occidente, donde las cosas nunca fueron muy distintas. Verbigracia: el macartismo. Lo explica bien Ricardo Piglia en su novela El camino de Ida, en la cual un extremista inspirado en Unabomber es parte vital de la trama. “En los Estados Unidos las razones políticas radicales eran vistas como desvíos de la personalidad. Diagnosticarlo (al extremista) como un loco y no dejarlo defenderse era usar los métodos de la psiquiatría soviética, que siempre había afirmado que los disidentes eran locos porque nadie en su sano juicio podía oponerse al régimen soviético, que era un paraíso y expresaba el sentido de la historia. Los Estados Unidos, ahora que han triunfado en la Guerra Fría, piensan que son el mundo perfecto de Leibniz y que sus opositores están fuera de la razón.” Y no hay mucho más.
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