CINE › LA VIDA DESPUES
› Por Diego Brodersen
Si se considera que el cine de Ingmar Bergman es, si no un Norte, al menos un referente del segundo largometraje de Pablo Bardauil y Franco Verdoia, el título La vida después podría ser cambiado sin problemas por el de Escenas de la vida post conyugal. “Me quiero separar. No sé cómo va a ser la vida sin vos, pero ya lo hablamos varias veces y es un paso que tenemos que dar”, le dice Juana a Juan en la primera escena, casi como quien no quiere la cosa. Resulta claro que el matrimonio está atravesando un período terminal de desintegración, aunque a pesar de cierta apatía el afecto y la confianza siguen formando parte de la relación. Con planos fijos y precisamente encuadrados del nido que pronto será quebrado, la película (que fue presentada hace apenas un par de semanas en la última edición del Bafici, en la sección Panorama) atraviesa esos minutos introductorios hasta que el hecho consumado de la separación evidencia varias cosas, entre otras que Juan sufre más la soledad –y, más tarde, los celos– que su ex compañera.
Película de actores y actrices (no por nada los directores vienen de ese palo), María Onetto y Carlos Belloso tienen la tarea de cargar una parte sustancial del peso específico del film, y lo hacen previsiblemente bien. En gran medida él, primero, y luego ella, ya que La vida después se divide programáticamente en dos mitades, marcadas por los puntos de vista independientes de cada uno de los ex esposos. Que el personaje de Belloso sea escritor –y uno bastante prestigioso, a juzgar por la edición de su última obra literaria en el mercado de habla inglesa– permite que la narración juegue el juego de las ficciones dentro de la vida real. Ficciones que pueden ser simple invención, alteraciones de recuerdos o una cruza entre ambos, y que la película utiliza para recrear situaciones alternas o variaciones a partir de un mismo punto de partida.
La gravedad del tono elegido por los realizadores toma mayor impulso a mitad de camino y adquiere una impronta vehemente, particularmente luego de un giro importante de la trama, e incluso sorprende con algún tinte de sordidez posiblemente no intencional; sordidez que, es necesario aclararlo, surge no del contenido sino de la forma: de los encuadres, la fotografía y la banda de sonido. Ejercicio actoral y de puesta en escena, La vida después es un film cuya respiración –y con ella los posibles ecos y refracciones de sus temas– termina agotándose antes de tiempo, cuando el ocultamiento de ciertas condiciones personales y el duelo por lo que ya nunca podrá ser usurpan el centro del relato.
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