CINE › EL PRISIONERO IRLANDES, DE C. JAUREGUIALZO Y M. SILVA Y NASUTE
› Por Diego Brodersen
Corre el año 1806, luego de la Primera Invasión Inglesa a la ciudad de Buenos Aires, según afirma una placa al comienzo de El prisionero irlandés. Pero el paisaje no será el de las callejas coloniales de la capital porteña, sino unos ochocientos kilómetros hacia el oeste, el más serrano –e indómito en aquellos tiempos– del interior de San Luis. Allí son enviados tres soldados del ejército británico como prisioneros de guerra, uno de ellos orgulloso hijo de Irlanda. No tan lejos de los pormenores de las guerras napoleónicas y sus coletazos en las colonias americanas, Luisa trata de sacar adelante una modestísima finca luego de la muerte de su marido, con la escasa ayuda de su pequeño hijo y un viejo gaucho y la incorporación posterior del irlandés, un colorado llamado Conor (el debutante Tom Harris).
Más de un primer plano de Alexia Moyano, quien interpreta a la viuda con mirada firme y desafiante, recuerda a la Claudia Cardinale de Erase una vez en el Oeste. No es casual y la tentación de bautizar a El prisionero irlandés como el primer western puntano es enorme: uno de los nortes genéricos del film de Carlos Jaureguialzo y Marcela Silva y Nasute es el de ese gran territorio del cine clásico norteamericano. Pero esta producción, que lleva con pundonor el logo de San Luis Cine y pretende competir en las ligas del cine industrial y popular producido en la Argentina es, fundamentalmente y ante todo, un romance de época, un melodrama rural con una pizca de aderezo patriótico cuyo regusto es similar al de los manuales escolares. Si las virtudes artísticas de un film pudieran medirse por separado con algún tipo de instrumento, éste apreciaría sin dudas las bondades de los paisajes naturales del interior de las provincias de San Luis y Buenos Aires que fueron utilizados como locaciones para el rodaje. De hecho, la fotografía en pantalla ancha de Federico Gómez hace un uso extensivo y narrativamente pertinente de los paisajes semiáridos, trasfondo de las pasiones encontradas que forman parte del núcleo dramático del relato.
Asimismo, ese supuesto artilugio destacaría el eficaz trabajo de arte, que logra reconstruir una típica casa de campo criolla de comienzos de siglo XIX y un pequeño fortín militar con los elementos justos y necesarios, sin ostentaciones ni brillos innecesarios. Pero ese aparato en cuestión no existe y los principales problemas de la película son de otra índole y comienzan a surgir cuando el guión abandona introducciones y descripciones para sumergirse en los conflictos centrales que llevan adelante la acción. El romance entre Luisa y Conor –ambos independentistas, cada uno a su manera– será inevitable, pero el film no logra capturar en momento alguno ese interés mutuo transformado luego en pasión. Los personajes responden automáticamente a los dictados de la palabra escrita que los antecede, como en una tira televisiva en la cual la urgencia de la emisión diaria elimina sutilezas y las reemplaza por acciones y reacciones telegrafiadas. Conjurar el clasicismo y lograr que se apersone no es cosa fácil.
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