CINE › MURIO EN BEVERLY HILLS, A LOS 90 AÑOS
El estadounidense no fue un actor descollante, pero sí le puso su impronta a un personaje recio y hasta cruel. Aunque filmó más de cien películas, la Academia nunca lo tuvo en cuenta.
› Por Luciano Monteagudo
“La odiaba lo suficiente como para asegurarme de que no se iba a escapar de mi mente ni por un minuto”, masculla el gangster Johnny Farrell sobre esa sinuosa pelirroja que altera la vida nocturna de una Buenos Aires de fantasía, reconstruida en Hollywood. Corría el año 1946, la película se llamaba Gilda y no sólo consolidó a Rita Hayworth como la femme fatale por antonomasia –enfundada en un vestido de raso negro y despidiendo volutas de su cigarrillo con boquilla–, sino que además logró llamar la atención sobre ese tipo duro, que parecía siempre a punto de estallar y para quien amar y odiar eran lo mismo. Hacía ya casi una década que Glenn Ford –fallecido a los 90 años, en Beverly Hills– fatigaba los sets, generalmente en películas de bajo presupuesto, pero fue recién cuando a la Columbia se le ocurrió ponerlo frente a la belleza exuberante de Lovely Rita que el hombre encontró su máscara, la personalidad por la cual quedaría identificado para siempre, el tough guy capaz de poner en caja aún a la mujer más peligrosa o de perderse completamente por ella, un personaje que repetiría más de una vez con los mejores resultados.
Nunca fue considerado un buen actor y quizá nunca lo haya sido, por lo menos a la manera convencional del término. La Academia de Hollywood nunca lo nominó, por ninguna de sus más de cien películas. En un caso de olvido sin parangones, tampoco le dio uno de esos Oscar honoríficos con los cuales la industria premia, in extremis, a los que están por partir en la barca de Caronte y no alcanzaron a recibir el aplauso de sus pares en el apogeo. Pero Ford quedará asociado a un puñado de películas –Gilda, Los sobornados, El tren de las 3 y 10 a Yuma– que forman parte del imaginario de la era dorada de Hollywood.
Las biografías coinciden en señalar que Gwyllyn Samuel Newton Ford era canadiense, nacido el 1º de mayo de 1916 en Sainte-Christine, Québec. Hijo de un empleado del ferrocarril, su familia se radicó en California cuando él acababa de cumplir 8 años y, ya en la secundaria, Gwyllyn (nombre que no tardaría en cambiar por Glenn) formó parte de los elencos juveniles de su colegio. A los 19 integró la compañía profesional que estrenó en la Costa Oeste The Children’s Hour, de Lillian Hellman, y de allí cruzó el país hasta Broadway, donde hizo experiencia sobre tablas. El debut en cine le llegó hacia 1939, en Heaven with a Barbed Wire Fence, de la Fox, pero casi enseguida firmó contrato con Columbia, donde desarrolló la mayor parte de su carrera. La guerra truncó ese momento de despegue y debió alistarse en el ejército: en Europa formó parte de una división que ayudó a la Resistencia francesa y por ello, en 1992, recibió la Légion d’Honneur.
La posguerra sería benigna con él, empezando por su revelación en Gilda, dirigida por Charles Vidor. Tan bien funcionó el dúo con Rita que Columbia los volvió a convocar en 1948, también bajo la dirección de Vidor, para la españolada Los amores de Carmen. En technicolor, disfrazado de torero aunque interpretaba a un caballero devenido bandido rural, Ford volvió a demostrar su testosterona frente a la ex Gilda, convertida en gitana salvaje, versión libérrima de la de Georges Bizet. El combo volvió a reunirse en Otro amor (Affair in Trinidad, 1952), un film noir tardío dirigido por el emigrado de la Warner Vincent Sherman, pero la película no pudo sobreponerse al peso que tuvo Gilda en la memoria colectiva.
Los cinéfilos siempre valoraron la alquimia entre Glenn Ford y Gloria Grahame en dos títulos significativos del período estadounidense del gran director alemán Fritz Lang. En Los sobornados (The Big Heat, 1953), obra maestra del cine negro, Ford, en el que quizás haya sido su mejor papel, encarnó a Dave Bannion, uno de los policías más despiadados del cine, suerte de antecedente del Dirty Harry de Clint Eastwood. El crimen de un compañero y el asesinato de su esposa convierten a Bannion en una máquina vengadora: “Alguien va a tener que pagar, porque se olvidaron de matarme” era la frase que en el afiche definía a su personaje. Si había apenas un esbozo de compasión –expresado en un abrazo brutalmente erótico– era sólo para Debby (Grahame), escort de los gangsters que le habían dejado la cara marcada con café hirviendo. Mucho de ese erotismo sórdido alimentaba las pasiones de La bestia humana (Human Desire, 1954), adaptación de Lang de la novela de Zola, en la que Ford asumía el papel que en la versión anterior (Jean Renoir, 1938) había sido de Jean Gabin: un ingeniero ferroviario a quien los rieles conducen a un destino de perdición, arrastrado por una mujer fatal.
Demasiado oscura para su época, La bestia humana fue ignorada por el público, que prefirió ver a Ford al frente de un aula en Semilla de maldad (1955), de Richard Brooks, uno de los primeros films (junto con Rebelde sin causa) en los que Hollywood se animaba a introducirse en la cultura de lo que se entendía como “delincuencia juvenil”. Ford también hizo por entonces El tren de las 3 y 10 a Yuma (1957), de Dalmer Daves, sobre un relato de Elmore Leonard, el western más reconocido de los muchos que hizo, donde compuso a un villano capaz de aterrorizar a todo un pueblo.
En la década siguiente su nombre siguió cotizando, pero su carrera perdió el rumbo, al mismo tiempo que los grandes estudios para los que había trabajado: siempre en Columbia, participó junto a Bette Davis en el canto del cisne de Frank Capra, Milagro por un día (1961), y apareció al frente del elenco de Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1962), quizá la peor película de Vincente Minelli, a pesar de Ingrid Thulin, Charles Boyer y Lee J.Cobb. El mercader del terror (1962) fue un excelente ejercicio de estilo de Blake Edwards, pero allí importaba más Lee Remick como la víctima de un psicópata que el agente del FBI que interpretaba Ford. Siguió filmando en la década siguiente, e incluso llegó a pisar los sets hasta 1991, pero del último tramo de su carrera –modesta, laboriosa, desigual– siempre se recordará su aparición de 1978 como Jonathan Kent, el buen granjero del medioeste que le da su apellido terrícola al hombre que después sería conocido como Superman.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux