CINE › ANA KATZ PRESENTA SU NUEVA PELICULA, MI AMIGA DEL PARQUE
Con un elenco encabezado por Julieta Zylberberg, Maricel Alvarez y la propia Katz, la nueva “comedia preocupante” de la directora de Una novia errante encara un tema tabú: el puerperio. “Juego con el suspenso de lo doméstico”, dice.
› Por Oscar Ranzani
Al poco tiempo de que la actriz y directora Ana Katz fue mamá por primera vez comenzó a frecuentar el parque de su barrio junto a su beba Elena. Algo le impresionó en esas mañanas: en el parque había personas de avanzada edad, otras madres con sus bebés e incluso excursiones de personas internadas en manicomios. Pero por fuera del lugar, la ciudad seguía con su ritmo, sus ruidos y las personas circulando constantemente. “Me daba la sensación que estaba en un universo suspendido en el espacio y en el tiempo”, confiesa Katz, en la entrevista con Página/12. A partir de esa imagen, la directora de El juego de la silla, Una novia errante y Los Marziano empezó a preguntarse lo siguiente: “¿Por qué no podíamos hablar entre nosotros, por qué no existía la posibilidad de un puente entre todos los que estábamos ahí sueltos, pululando? ¿Qué pasaba ahí con el otro?”. Y ése fue el punto de partida para ponerse a escribir el boceto del guión de su cuarto largometraje, Mi amiga del parque, que se estrena el jueves 27 de agosto.
“Luego llamé a la escritora uruguaya Inés Bortagaray, que es una amiga muy querida con quien ya habíamos hecho la experiencia de Una novia errante. Entonces, nos pusimos a desarrollar y trabajar mucho todo el proceso de escritura durante aproximadamente tres años”, explica Katz, que también es una de las protagonistas de Mi amiga del parque. Ella es una de las “Hermanas R”: Rosa. La otra es Renata (Maricel Alvarez). Rosa conoce a Liz (Julieta Zylberberg) en el parque. Algo tienen en común. O al menos así parece: las dos pasean a sus bebés en cochecito. Pero Liz es bastante insegura y miedosa, no sólo porque está temporalmente sola –su marido (Daniel Hendler) está en el sur por motivos laborales– sino porque está atravesando el puerperio. “Queríamos abordar los pliegues, las capas superpuestas que se dan en esa revolución tan grande que significa la filiación. Y con Inés Bortagaray no queríamos hacer una película bidimensional sobre las mamás, porque era reducir algo que nos parecía muy complejo”, reconoce la actriz y directora acerca del prolongado proceso de escritura a cuatro manos.
–¿Esta película no habría sido posible si usted no hubiese sido madre? En ese sentido, ¿cuánto y cómo influyó la propia maternidad a la hora de construir la historia de ficción?
–No lo sé, porque me tocó esta vida, pero los primeros bocetos de la historia surgieron después del nacimiento de mi segundo hijo, Raymundo. Cuando Raymundo era bebé, apareció esta primera sensación porque la maternidad, por lo menos en mi experiencia, me puso en un lugar de sospecha.
–¿Con respecto a quién o qué?
–A ciertos paradigmas muy preestablecidos por la sociedad en relación con la familia, las madres. Incluso en los casos donde los valores parecían ser más progresistas, también encontraba un montón de bajadas de línea y supuestos muy estrictos. Como si de alguna manera, uno pudiera jugar en la vida hasta que se vuelve madre. En el momento de ser madre, bueno, “dejate de boludear”. Es algo que tiene un sentido bastante lógico: para cuidar una criatura no podés ser una persona inconsistente, pero a la vez me parecía interesante rozar aquellos puntos donde la subjetividad te hace ser irresponsable por momentos, o temer a cuestiones ridículas, o de enfocar hacia lados que no se sospechan. De a poquito, siento que la maternidad me ayudó a pensar que un hijo es una elección. Por eso, hay gente que puede tener hijos y no tiene, hay gente que tiene hijos y está de distintas maneras con ellos, y hay gente que decide tener hijos de maneras diferentes a las que se entendían hasta hace muy poco. Y eso de poder entender un hijo como algo activo, que tiene que ver con un amor activo, me pareció profundo y que no estaba en la agenda.
–En ese sentido, la película es, antes que nada, una reflexión sobre la maternidad, pero desde una mirada poco conocida y poco abordada por el cine.
–Sí, al menos me tiene muy contenta que las primeras proyecciones de la película y las devoluciones tienen mucho que ver con la sensación de una temática que no es nueva en el mundo sino todo lo contrario, desde siempre, pero es cierto que desde lo cinematográfico la sensación era que si hay una cámara flotando y pasan una pareja, un obrero de la construcción o un adolescente, se va más con ellos que con una madre con un cochecito. Entonces, de golpe, hay un mundo, mucha cosa que pensar, entender, sensibilizar una mirada. Es como una sensación de un statu quo que en el último tiempo está totalmente en movimiento. La imagen de la mujer como madre, la imagen del hombre como padre, las exigencias tan extremas hacia la mujer pero también hacia el hombre, eran temas que me interesaban mucho pensar. Por ejemplo, ¿cómo se entiende un hombre en todo esto?
–Se entiende al hombre de una manera, pero cuando es padre, hay otro mandato social. Sin embargo, parece más llamativo el cambio que se produce en el hombre que el que se produce en la mujer cuando nace el bebé. El cambio en la mujer está más legitimado socialmente, mientras que en el hombre, a veces, es visto como más exótico.
–Absolutamente. Por eso me interesaba mucho que en la película esté el padre de la plaza, que es un rol que interpreta mi hermano. Y me gustaba que fuera así porque está vestido como una persona joven y, en ningún momento, se pronuncia por qué él está en la plaza. Y, sin embargo, está, porque para mí es ir entendiendo que, en verdad, no son sexos sino personas con elecciones. Entonces, el dónde colocarse durante la crianza es una elección.
–Es también una mirada un poco extraña la que tiene la película porque aborda la maternidad, pero el amor de pareja está en un segundo plano y como relegado. ¿Por qué lo pensó así?
–Porque me parece que muchas veces en los relatos sobre la maternidad hay una exigencia muy fuerte sobre el marco que tiene que contener a ese bebé tan pequeño que aparece en el mundo. Y entre esas exigencias está la pareja. Es casi como un cuadro de tres: la pareja que sostiene al bebé. De hecho, hay una imagen de una organización de pediatría que muestra al bebé, a la mamá que lo sostiene y al papá que sostiene a los dos. Y cuando estaba trabajando en el guión de la película, pensaba: “Esto no tiene por qué ser tan así”.
–Esa imagen tiene toda una ideología...
–Absolutamente. Si bien yo no soy quién para colocarme tampoco en un lugar opuesto a ese porque es hermoso si se llega a dar esa pintura, muchas veces las cosas no son así. Y el puerperio es a pesar de que la madre sea adoptiva. Y, a veces, hay un papá o una mamá que pueden caer dos años después que tuvo un hijo y que pueden presentarse. Mi sensación es como si en los valores que rodean a la familia no se permitieran pensamientos un poco más “flu”. Es como decir: “No, con esto no jodamos”. Pero, a la vez, la realidad nos muestra otra cosa. Hubo algo que para mí fue lindo: distintos dibujantes están haciendo afiches para el estreno. Y el que hizo Liniers muestra que leyó muy bien la película porque él dibujó una mamá con el cochecito y con el bebé a upa, pero el bebé está dado vuelta y se está riendo. Entonces, me parece que en esa sonrisa que él le dibujaba al bebé se construye también una idea que tiene que ver con el texto de Nicanor Parra que está en la película: “¿Cuándo será el día en que nos arrimemos todos como gallinas que defienden a sus pollitos?”. La crianza de los seres que van a ser los adultos del futuro se puede tomar también como un acto de unión y no tan de consumo, como si fuera “cada mamá o cada papá con su bebé y si no, contratá una niñera”. Podría haber otras formas de pensar o al menos de debatir el tema.
–¿Por qué definió a su película como “una comedia preocupante”?
–No es una definición sino que es lo que genera. No fue algo que se me haya ocurrido a mí, pero sí tiene que ver con las devoluciones de lo que yo hago. No es algo que yo trabaje adrede construyendo ese tono. Pero sí reconozco que se mezcla el humor, aunque en este caso creo que se mezcla más el suspenso, cierta angustia y la preocupación de que todo parece estar en un estado frágil. Entonces, no quiero mentir porque nunca sé si la pego con los géneros, pero entiendo que lo que pasa forma parte de los actos de la vida. Yo no sé si la veo como una comedia o como una historia que intenta describir un momento de la vida casi milagroso. Incluso son momentos intervenidos por la magia.
–Incluso usted juega con el suspenso...
–Claro, yo quería contar el suspenso de lo doméstico, donde muchas veces parece un tren fantasma: los primeros días de ese bebé en el mundo, que tenés que pesarlo cada día, que según si engorda o no tiene que volver al hospital, o las primeras salidas a la vía pública con un bebé. De ser una persona sola pasás a ese primer cruce por la avenida con el cochecito donde ves a todos los conductores que tienen cara de locos. Parecen cosas que no se comparten. Pero, en realidad, yo estoy segura de que esos primeros momentos que viven las personas son terroríficos. Entonces, después entendés o vas comprendiendo que, en realidad, es distinto: cuidar es otra cosa.
–Y porque también es un aprendizaje para la madre y el padre...
–Absolutamente.
–¿Los miedos que tiene el personaje de Julieta Zylberberg están inspirados en temores que usted tuvo?
–No tan directamente. En principio, fueron momentos muy emocionantes y los disfruté. No estuve en ese punto. Es el estado de ensoñación lo que sí siento que viví mucho, más que los miedos: la sensación de ficción de un universo enrarecido. Una cosa que colabora mucho con eso es que uno no puede entender el amor que tiene por ese ser, pero es raro porque es una persona que no habla. En mi caso, recuerdo que me daba culpa porque llegaba la noche, quería hablar y pensaba: “Siento que estuve sola”. Y no lo quería confesar. No es que estuve sola, pero tampoco estuve con una persona con la que pudiera intercambiar cosas que me iban pasando. Ese estado de novedad, de “cuántos años voy a demorar en procesar esto”, lo viví.
–Es que la maternidad puede traer aparejados momentos de soledad como le sucede al personaje de Zylberberg...
–La maternidad y todos esos momentos vitales tocan lo más interior. A veces siento que, a medida que voy creciendo, hay momentos de la vida que me recuerdan con mucho impacto que sí, que uno está solo. Eso no quiere decir que uno no ame personas y que no forme parte de un grupo. Pero hay una parte en que uno está solo. Y es imbatible. El parto es un momento, te lo cuentan, te lo explican, pero el momento de parir es un acto absolutamente intransferible. Entonces, creo que está vinculado con la soledad. Y muchas veces siento que es otra de las palabras que se intentan disimular a la hora de hablar de la maternidad. Como si la soledad fuese un barniz que quitara decoro.
–Lo que pasa es que eso está relacionado con algo que decía antes: lo que se espera socialmente de una madre. De la madre se espera que sea feliz con la llegada de su hijo. Y, de repente, que una mujer manifieste que tiene temor, que tiene miedo, que se siente sola, no es lo que se espera socialmente de esa mujer que acaba de parir.
–Absolutamente, pero entonces la pregunta sería: ¿Seguimos manteniendo los conceptos tal cual los presentaban los griegos? Porque la felicidad se sigue entendiendo como un estado llano. Uno podría entender que la felicidad incluya la soledad o los sentimientos más complejos. De hecho, yo creo que los incluye, porque son los que se te hacen temblar la estantería y no vienen nunca solos. Las cosas vienen mezcladitas.
–¿De qué manera cree que el hijo redefine a la persona que lo tuvo y cómo buscó plasmarlo?
–Yo creo que hay un factor que es de sorpresa: ¿Quién se va volviendo uno a medida que le pasan cosas? Por eso, creo que aparece la sensación de ficción de la vida propia: “Yo no soy de hacer esto”, “Esta no soy yo, yo no haría esto”. Lo que usted dice es muy lindo: un hijo es la oportunidad de redescubrirse a uno mismo. Y creo que no sólo lo produce un hijo. Por eso, los viajes, los vínculos con personas que te modifican, son momentos donde uno se redefine. Creo que en la película hay algo también propio de la clase media en cuanto a la mirada sobre la madre que le tocaría ser a Liz. Y hay algo en que ella no termina de ubicarse, donde se siente un sapo de otro pozo en esa mujer posible que es la que va al taller de guitarra, que tiene la niñera y un marido que trabaja. Y a ella le tocaría ir al parque, volver y bañar a su bebé. Y, sin embargo, le está faltando un poco de mundo real.
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