CINE › LA LITUANA AURORA, ESCRITA Y DIRIGIDA POR KRISTINA BUOZYTE
› Por Horacio Bernades
En una nueva variante del amor virtual después de, entre otras, las love stories de Harrison Ford y una chica-robot en Blade Runner y Joaquin Phoenix y su sistema operativo en Her, el protagonista de Aurora se enamora de una mujer en estado de coma. En verdad no pierde la cabeza por ese cuerpo inmóvil, tendido sobre una camilla de hospital, sino por la persona que aún vive mentalmente en él. Todo ello es posible en el marco de un experimento de laboratorio que permite la interconexión cerebral entre el voluntario y la mujer comatosa, por medio de electrodos. De origen lituano y coproducida con capitales franceses y belgas, Aurora contrapone –con un romanticismo de ciencia ficción que recuerda el de Andrei Tarkovski en Solaris– un mundo real aséptico, tecnológico y científico y uno virtual de pura ensoñación, al que ciertos cabos sueltos de la trama no le quitan del todo capacidad de sugestión.
El guión de Kristina Buozyte y Bruno Samper (ella, de 33 años, es también la realizadora; éste es su tercer largo) presenta datos claves de modo entre descuidado y atropellado. Por qué el protagonista se presenta como voluntario para un experimento azaroso no es un detalle menor, que sin embargo no se aclara nunca. Que no se sepa bien quiénes son y qué quieren exactamente los que dirigen el experimento parece preparar el terreno para sembrar las semillas de un thriller conspirativo, al gusto de una época que sospecha de todo. Que en sus “viajes” al cerebro de Aurora Lukas divise, cada tanto, la sombra de un desconocido, apunta en el mismo sentido. (Al desconocido lo encarna Sharunas Bartas, famoso “autor” solitario del cine lituano.) Finalmente esa construcción conspiranoica se resuelve en un mero crimen de celos, tan decepcionante como descomedidamente bestial.
Si no bestial, sumamente intensa es la sexualidad que en esos encuentros virtuales desarrollan los protagonistas, incluyendo deglución y uso erótico de manjares chorreantes, indiscriminadas orgías e intentos de penetración de parte de ella, que tiene un cuerpo hecho para el amor (físico). Amor físico y romántico: al estado de inercia en que se halla la relación con su pareja, Lukas opone la intensidad cuasi adolescente de sus encuentros virtuales. Encuentros que, reforzando la sintomatología adolescente, mantiene ocultos a los científicos y psicólogos a cargo del proyecto, que funcionan así como una suerte de padres simbólicos. Ante la falta de información del viajero (que para liberar su mente deposita el cuerpo en un líquido más o menos amniótico, como la pitonisa de Minority Report), la investigación se empantana. La zona narrativa que tiene que ver con ella, también.
El tiempo y espacio paralelos, esos en los que Lukas y Aurora tienen pelo (en el mundo “real” ambos están calvos, para poder soportar en sus cráneos los cascos provistos de electrodos), se desenvuelven de modo “líquido”, en correspondencia con la materia en la que ambos se sienten sumergidos (Aurora fue a parar al hospital tras haber casi perecido ahogada). Como en los sueños, allí los espacios mutan, las velocidades se ralentizan, todo se vuelve misterioso y subacuático, lynchiano (incluyendo una visita a un teatro extraño, con telón que se alza solo). Es esa zona imprecisa la que da su mayor interés climático a esta curiosidad lituana, por otra parte excesivamente larga (más de dos horas).
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