CINE › LUNA DE CIGARRAS, DEL PARAGUAYO JORGE DIAZ BEDOYA
› Por Diego Brodersen
No tanto pastiche como collage, la paraguaya Luna de cigarras –ópera prima de Jorge Díaz de Bedoya, que se transformó en un éxito de taquilla en su país– abreva en las fuentes de Tarantino, Guy Ritchie y de tantas otras aguas en un intento por traspasar las historias de criminales tongue-in-cheek a las calles de Asunción, reemplazando hot dogs por chipá y el slang neoyorquino o londinense por el más crudo guaraní. El film arranca in medias res con una secuencia de lo más hablada que terminará en feroz tiroteo fuera de campo, hasta que la última escena –luego de un extenso flashback– aclara los tantos y confirma el conteo de cadáveres. Registrada por una cámara que gira vertiginosamente alrededor de un variopinto grupo de gangsteres de poca monta, la discusión sobre la calidad de la caipiriña recuerda sin filtros a la virginidad en el famoso tema de Madonna; si se trata de un homenaje o de una apropiación indecorosa a Perros de la calle dependerá un poco de la tolerancia del espectador al fundamento derivativo que Luna de cigarras expone en una de cada dos escenas.
Un californiano que llega a Paraguay para cerrar cierto acuerdo de negocios ciertamente sucios (Nathan Christopher Haase, actor además de coguionista), y los empleados de un jefe narco al que todos llaman “el Brasiguayo” son los principales personajes de un film que hace todo lo posible por meterle velocidad al asunto. Y lo logra en gran medida, aunque en el camino se tenga la sensación de que las escenas se van acumulando con prisa pero sin mucho criterio. En la ensalada se cruzarán prostitutas, galerías de arte que funcionan como aguantaderos, metáforas sobre las cigarras, traficantes de órganos y un personaje caído del catre que parece compuesto para hacerle lugar a una imposible subtrama romántica. Lali González, la actriz de la exitosa (allá y aquí también) 7 cajas tiene un pequeño papel como una rubísima trabajadora sexual.
Resulta difícil no sentir cierta simpatía por esos criminales atrevidos y torpes, pero en la composición de cada uno de ellos las pinceladas grotescas terminan condimentando en exceso la cocción. Lo mejor de Luna de cigarras está en algunos gags recurrentes que remiten a la comedia física más primitiva –pero no por ello menos eficaz–, como el incómodo lugar asignado en una cupé de colección a uno de los matones. Otros, en cambio, resultan pobres en su concepción y torpes en la ejecución (la extensa escena del padrecito trucho y su termo multifunción). Es una verdadera pena que la descripción de tipos no supere el simple estadio de caricatura y que el profesionalismo técnico no logre ir más allá de la correcta importación y trasplante de una fórmula.
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