CINE › MAXIMA PRECISION, DE ANDREW NICCOL, CON ETHAN HAWKE
› Por Diego Brodersen
Máxima precisión puede ser entendida como una versión boba de El francotirador. Ambas fueron producidas en paralelo y estrenadas en los Estados Unidos con apenas algunos meses de diferencia y en los dos casos la situación en Medio Oriente (para usar la terminología occidental al uso) es vista a través de la mirada algo alejada de un soldado norteamericano, un preciso sniper en el caso del último y polémico largometraje de Clint Eastwood, y un piloto experto en el uso de drones militares cargados de explosivos en el film de Andrew Niccol. Pero si en el primero de esos relatos el viejo zorro de Clint se las arreglaba para ofrecer puntos contradictorios y más de una zona ambigua, un derrotismo disfrazado de falsa euforia, en Máxima precisión todo termina desembocando en una tibia defensa del uso de los misiles teledirigidos, aplacando gradualmente cualquier dolor por los daños colaterales, sean estos las vidas de ciudadanos inocentes en “tierras lejanas” o la propia psiquis y vida cotidiana del militar involucrado.
El punto de partida resulta interesante: bien lejos de la idea del cine bélico en su acepción más física, el nuevo rol del mayor Egan (Ethan Hawke, taciturno y con look Ray Ban) consiste en disparar sobre blancos en Irak o Afganistán desde una cabina cómodamente acondicionada en el desierto de Las Vegas. La imagen de esos cubículos con sus joysticks y tableros hace pensar en las viejas salas de videojuegos, cada uno de los militares al mando haciendo las veces de excelsos jugadores. Luego del rutinario día de trabajo y los cadáveres apilados ahí en la pantalla, el regreso a casa y una falsa idea de normalidad. El tono elegido por Niccol –director de Gattaca y El señor de la guerra y guionista de The Truman Show, entre otros pergaminos– es de baja intensidad, más cerca del estudio psicológico que del thriller. Durante sus primeros 20 o 30 minutos Good Kill (el título original, algo así como “buena matanza”, resulta mucho más brutal) puede hacerle suponer al espectador que la película irá algo o bastante lejos en su búsqueda de las contradicciones y horrores de las híper tecnologizadas guerras modernas. En particular luego de que la CIA, con sus órdenes anónimas e inmateriales, meta la cola. Pero no.
Como si le tuviera miedo a la idea del relato como disección (a veces lo gélido tiene la virtud de ser preciso), rápidamente el guión introduce personajes y conceptos diseñados para bajar línea y plantear conflictos de sencilla comprensión. La joven y sexy novata que hace las veces de objetora de conciencia testimonial como contrapunto al ciego belicismo imperante, el alcoholismo de manual que parece dominar cada vez más a Egan –consecuencia de sus conflictos internos pero también de su deseos de... volver a volar–, los problemas familiares que comienzan a horadar la relación con su mujer e hijos. Al respecto, resulta notable lo poco desarrollado que está el personaje de su esposa (la rubia January Jones), casi un muñeco a resorte que reacciona previsiblemente ante cada acción de su pareja. La subtrama de un violador afgano toma cada vez mayor relevancia y terminará justificando narrativamente los males internos, monumento a la más ridícula de las expiaciones y catarsis simbólica de una película que se mete en un berenjenal ideológico del cual no puede (¿ni quiere?) salir.
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