CINE › MIGUEL RODRIGUEZ ARIAS PRESENTA SU DOCUMENTAL PEREZ CELIS
El creador de Las patas de la mentira realizó este documental sobre el gran artista plástico a lo largo de once años. “Tenía un gran manejo de los materiales y habilidad para expresarse en una cantidad de lenguajes muy diversos”, dice Rodríguez Arias.
› Por Oscar Ranzani
Corrían los años 80. Miguel Rodríguez Arias trabajaba en el rubro publicitario y tenía como cliente a una empresa de pintura. Como el documentalista sabía que al artista plástico Pérez Celis le gustaba que su arte se incorporara a la vida cotidiana a través de diferentes tipos de objetos y productos (desde sillones a tazas) le propuso a su cliente hacer envases de pintura con fragmentos de obras de arte. Y se le ocurrió que un artista para hacer eso podía ser Pérez Celis. Y Pérez Celis quedó encantando con la propuesta. Eligieron una obra, después tuvieron una reunión con el cliente y Rodríguez Arias pudo ver al pintor en acción. “Rescato mucho dos características esenciales de su personalidad que me impresionaron: el don de comunicación, el don de acercarse a la gente, y la otra cuestión era la cultura del trabajo porque era un trabajador incesante”, cuenta Rodríguez Arias en diálogo con Páginað12. Desde entonces, entabló una amistad con ese artista que solía decir que pintaba “furiosamente”. Y duró hasta que Pérez Celis murió en 2008. Como una manera de homenajear al amigo, Rodríguez Arias realizó el documental Pérez Celis, que se presentará este lunes a las 19.30 en el Anfiteatro de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes (Av. Figueroa Alcorta 2280).
El creador de Las patas de la mentira realizó este documental a lo largo de once años. “Arranqué a fines de la década del 90”, cuenta. Todo surgió porque Rodríguez Arias le había hecho una entrevista para su programa Fibra óptica, que conducía Mariano Peluffo. “Ahí me mostró otra faceta más y me quedó esa entrevista que ya tiene muchos años. Después le seguí haciendo entrevistas y cada vez que él venía a la Argentina me llamaba por teléfono y me decía: `Voy a dar una charla en tal lado’, `se inaugura una exposición en otro lado’, `organizo una comida en mi casa, te invito pero traé la cámara’. Y lo filmaba cocinando, haciendo de chef, con sus amigos”, relata el documentalista y licenciado en Psicología. “Después fui juntando obras que él me fue obsequiando, libros, serigrafías, litografías. Y me di cuenta de que tenía un material a lo largo de todos esos años. No era que tuviera el propósito de hacer la biografía para determinada época”, afirma Rodríguez Arias. Además de diferentes materiales de archivo incluidos para el relato del film, como las imágenes de Sara –su primera mujer– con los chicos, el documental también cuenta con testimonios de sus hijos, Sergio y María José, de sus otras parejas –Iris y Tamara– y de su nieta Florencia, así como también los de sus amigos Rafael Squirru, Julio Sapolnick, Antonio Pujia y Alberto Rodríguez Saá, que revelan distintos aspectos de la identidad del artista.
–Era alguien al que no sólo le gustaba hacer arte sino también hablar de arte, ¿no?
–Le gustaba mucho hablar de arte. Era un placer estar con él y era muy común que uno lo fuera a visitar con o sin cámara y, mientras él charlaba con uno, estaba trabajando. O pintando, ordenando algo o explicándole a uno cómo se hacía una serigrafía o qué diferencia había entre una serigrafía y una litografía. Se expresaba en diversos lenguajes: la escultura, la serigrafía, la litografía, el mural...
–¿Cómo se combinaba en una misma persona esa compulsión al trabajo con el acto creativo?
–Con rigor. El decía que había conocido bohemios muy interesantes y macanudos, pero que no habían producido arte. Obviamente, no era una generalización porque hubo otros bohemios que produjeron arte maravilloso. Entonces, él tenía el rigor de levantarse a las siete de la mañana y pintar todos los días hasta las dos de la tarde. Y después circulaba por galerías. Tuvieron mucha influencia en su obra los lugares que él eligió para vivir.
–¿Cree que también está la marca de la cultura latinoamericana en su obra?
–Sí, por supuesto. Hay una marca latinoamericana muy fuerte. Incluso hay como una premonición, porque cuando se fue a Machu Picchu descubrió que sus pinturas y un mural que había hecho en una concesionaria tenían raíces incaicas muy fuertes. Y él no conocía, no había estado nunca. Y eso le sorprendió muchísimo.
–¿No se ataba a ninguna tendencia específica?
–No, de hecho se ve en su obra. El decía que todo estilo es una cárcel. Y fue evolucionando a lo largo de su obra. Empezó con el arte figurativo, después se fue al arte abstracto, dentro del abstracto le dio mucha importancia a lo geométrico. Y en la última etapa hizo retratos figurativos de Freud, de Cortázar, de Borges, de Rafael Squirru, quien fue alguien que lo protegió mucho. El tenía cierto enfrentamiento con ciertos sectores del arte.
–¿Esos enfrentamientos tenían que ver con que él pensaba que el arte tenía que llegar a la gente?
–Puede ser. Squirru dice que la Argentina tiene mucha dificultad para reconocer a sus artistas.
–¿Cree que no fue lo suficientemente reconocido?
–Yo creo que fue más reconocido en el exterior que en la Argentina. Acá lo popular lo alejó de ese grupo de arte porque había otra gente que lo reconocía. En una época –y todavía hoy– si le preguntabas al taxista: “Decime el nombre de un pintor argentino”, lo más posible era que te dijera: “Pérez Celis”. Yo hice esa prueba. Era un artista popular. Por eso también hizo murales en la Universidad de Belgrano, en la Universidad de Morón, en la cancha de Boca. El mural es algo que la gente ve y que se termina enterando de quién lo hizo.
–¿Por esa necesidad de llegar a la gente no sólo trabajaba sobre lienzos sino en espacios abiertos y públicos?
–Sí, por supuesto, pero además tenía un gran conocimiento de los materiales. Cuando le tocó el mural de la Universidad de Belgrano, explicó por qué lo hacía con metal y con vidrio. Otra cosa es el mural de la cancha de Boca, un mural en el exterior que hizo con venecita. Tenía un gran manejo de los materiales y una gran habilidad para expresarse en una cantidad de lenguajes muy diversos.
–¿Cree que hay vida en la obra que perdura más allá del artista?
–Sí, definitivamente. Incluso él contaba una anécdota que sucedió cuando se encontró con un señor en una exposición en Lima. El señor se le acercó y le dijo: “Yo tengo un cuadro suyo. Lo quiero invitar a mi casa. Yo vivo en París”. Entonces, lo fue a visitar, vio el cuadro y lo primero que sintió fue que el cuadro estaba vivo. Y, además, el señor había estado muy mal porque se había separado de su mujer y había tenido fantasías de suicidarse. Pero le dijo que el cuadro de Pérez Celis lo había ayudado a salir de ese pozo depresivo. Eso es una obra que está viva.
–¿Qué es lo que más admira de Pérez Celis y de su obra?
–De su obra, la diversidad. Acá se conoce sólo una parte. Yo creo que buena parte no se conoce. Y la gente tiene a Pérez Celis ubicado en un estilo, pero su obra trasciende por mucho esa limitación. Admiro de él la cultura del trabajo y el don para comunicarse con la gente, no sólo con la desconocida sino con los conocidos y, por supuesto, con sus amigos. Era muy fácil hacerse amigo. Cuando me llamaba y me decía: “Venite que voy a tal lado”, para mí era como una fiesta porque era un tipo muy divertido, muy cálido. Era muy grato estar con él. Siempre incluía al otro, te hacía participar y te hacía sentir muy bien.
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