CINE › GETT: EL DIVORCIO DE VIVIAN ANSALEM, DE RONIT ELKABETZ Y SHLOMI ELKABETZ
El film es el final de una trilogía que los hermanos cineastas dedicaron al lugar de la mujer en Israel: Vivian quiere divorciarse, pero la ley religiosa marca que sólo puede hacerlo si su marido está de acuerdo. Y él quiere seguir siendo el dueño de ella.
› Por Horacio Bernades
“¿Qué importa que sean compatibles?”, pregunta y se pregunta un testigo, llamado a comparecer ante el tribunal que juzga la solicitud de divorcio de Viviane Ansalem. A los 45 años, Viviane lleva treinta de casada y casi tantos de cansada de su marido. “¿Alguna vez le pegó, la maltrató, le faltó el respeto, le hizo faltar algo, le fue infiel?”, preguntan los jueces, y la respuesta es en todos los casos negativa. “Es un marido perfecto”, llega a afirmar algún otro testigo. Perfecto, tal vez, para la ley, para la que deseos y subjetividad no cuentan. Perfecto, siempre y cuando su esposa siga siendo suya. Elisha Ansalem está tan dispuesto a conceder el divorcio como su esposa Viviane a renunciar al reclamo. Una encerrona que la ley –peor aún, la ley religiosa, que es la que en Israel rige casamientos y divorcios– no hace más que completar: allí sólo se concede la separación a la mujer con previo acuerdo del marido.
Es por esa encerrona que la odisea de la mujer, que se estira en el tiempo hasta la irritación, se vuelve kafkiana. No por nada Gett: El divorcio de Vivian Ansalem –protagonizada por Ronit Elkabetz, y escrita y dirigida por ella misma, junto a su hermano Shlomi– transcurre en un tribunal, ámbito por excelencia de la literatura de Franz. Para que sea psíquico, política y moral, el encierro tiene que empezar por ser físico. En un acierto mayor de puesta en escena, Gett no sale de los límites del tribunal, ni en un solo minuto de los 115 que dura. Algunos de esos minutos transcurren en la sala de espera. El resto, entre las cuatro paredes desoladamente blancas de la reducida sala del tribunal, decorada con rigor judicial. Nada en las paredes. Ningún mueble que no sea una mesita para los demandantes, otra para los demandados, la del asistente y, dominando el escenario, el estrado en el que se asientan los tres jueces rabínicos, con un Presidente casi tan temible como el Jehová del Antiguo Testamento.
La reducción al hueso signa la concepción escénica y dramática de Gett (divorcio en yiddish; el idioma hebreo no cuenta ni con una palabra que designe ese hecho). Reducción que se corresponde con la situación: ella quiere el divorcio, él no y eso es todo. No hay salida al exterior, no hay “aireamientos” dramáticos para que el público no se aburra, a la manera de Hollywood. No hay otras backstories que las que pueden aportar los testigos: el hermano de ella, su esposa, su cuñada, un matrimonio de vecinos que conoce bien a los Ansalem. El desfile de testigos es, dicho sea de paso, el fragmento más flojo de Gett. Por dos razones. Hace demasiado explícito, por un mecanismo de espejos, el verdadero tema de la película (la sumisión de la mujer en la sociedad israelí) y es el único momento en que la película tributa a lo teatral, en el peor sentido: el de la actuación concebida como show, como despliegue gestual, como ocasión de lucimiento.
Con esa salvedad y más allá de algún brotecito de histrionismo sofocado a tiempo, las actuaciones de Gett son tan contenidas, tan básicas como lo es la puesta en escena en su totalidad. ¿Es Gett una película teatral? Sólo en los casos mencionados y más como epifenómeno que como concepción. Cuando están pensados cinematográficamente, un único decorado, eventualmente dos, como en este caso –la sala y el pasillo colindante– no son en lo más mínimo sinónimo de teatro. Cuando guardan relación con la cámara. Una cámara que no busca lucirse, sino narrar desde los distintos puntos de vista: el espectador recibe el pedido y los reclamos de la demandante desde el estrado de los jueces rabínicos, y la severidad de estos desde el contracampo de ella. Así como las miradas flamígeras que se intercambian, de una mesa a la otra, Viviane y su cancerbero.
Además de ser hombre, Elisha Ansalem (el excelente Simon Abkarian) cuenta, a ojos del jurado, con otra ventaja sobre su esposa agnóstica: es tan religioso que no aprendió a manejar “para que ella no lo obligue a hacerlo en shabat”. Duplicando a los defendidos, su abogado, que es su hermano, es rabino. El de Viviane no usa ni kipá. A Ronit y Shlomit Elkabetz, el tan simple como despojado dispositivo de puesta en escena les es suficiente para poner a la protagonista en una triple posición de inferioridad. Inferioridad religiosa (basta que se arregle la abundante cabellera oscura para que desde el estrado lo vivan como una herejía mayor), sexual y hasta étnica: tanto ella como su marido son mizrahim, designación que se da en Israel a los judíos del norte de Africa. Mientras que dos de sus jueces son esquenazis, descendientes de europeos. Por eso los Ansalem mezclan el hebreo con el francés que aprendieron en Marruecos.
Convendrá saber que Gett es la última parte de una trilogía que los hermanos Elkabetz dedicaron al lugar de la mujer en Israel. Las entregas previas fueron las por aquí inéditas Tomar a una mujer (2004) y Shiva o Los siete días (2008). Las tres desarrollan la relación entre Viviane y su marido y no vale la pena buscarlas en Internet: no están.
Gett, Israel/ Francia/ Alemania, 2014
Dirección y guión: Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz.
Fotografía: Jeanne Lapoirie.
Duración: 115 minutos.
Intérpretes: Ronit Elkabetz, Simon Abkarian, Menashe Noy, Sasson Gabai, Shmil Ben Ari.
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