CINE › LOS HIJOS DEL DIABLO, PROMISORIO DEBUT DE CORIN HARDY
Basada en una leyenda irlandesa, la primera media hora de esta digna película de terror es hija dilecta de algunos horrores góticos y aquellos de la casa Hammer en particular. También hay ecos de Lovecraft, que ayudan a combatir los lugares comunes del género.
› Por Diego Brodersen
El horror puede surgir del lugar más insospechado. De Escocia, incluso, como lo sigue demostrando cada nueva revisión de ese gran clásico de los años 70, The Wicker Man. O de Irlanda, la tierra de las leyendas y las frondosidades encantadas, como intenta establecer el debut del realizador Corin Hardy, Los hijos del Diablo, título local que no le hace precisamente honores al original The Hallow. Porque en todo caso, si hay hijos haciendo de las suyas, no son precisamente los de Satán, sino los retoños pródigos de un reservorio sagrado: las profundidades del bosque. Hay una arista ecologista en todo el asunto, comenzando por el hecho de que Adam Hitchens, uno de los protagonistas, se instala junto a su mujer y pequeño hijo en un poblado irlandés para conservar y proteger su vegetación. Que el tiro salga por la culata y los espíritus de la foresta se inquieten por esa presencia en principio bienhechora permite anticipar algo de ironía y la certeza de que lo perenne no conoce de correcciones políticas.
La primera media hora de Los hijos del Diablo es hija dilecta de algunos horrores góticos y aquellos de la casa Hammer en particular. Lo ominoso como leve indicio; la escasa predisposición de los locales a la cordialidad, que ven a esa familia londinense como una presencia invasora; la certeza cada vez más inquietante de que esos extraños fenómenos no tienen un origen humano. Hardy busca y encuentra allí el placer de lo anómalo usurpando gradualmente la normalidad, potenciado por la posibilidad cierta de que la más inocente de las víctimas caiga en las manos de aquello que fue despertado: el bebé de escasos meses de la familia Hitchens. Hay indudables ecos de Lovecraft en el concepto de una fuerza amodorrada que es despertada para lanzar sus horrores en el mundo e incluso los seres del bosque, que comienzan a mostrarse cada vez con mayor detalle, comparten algunas características fisonómicas con las creaciones del autor de “El color que cayó del cielo”. Su extraña biología parasitaria semeja una mezcla perfecta de los reinos animal, vegetal y el de los hongos, aunque el antropomorfismo termina ganando eventualmente la partida.
A medida que el relato avanza y se instala en el encierro, con esa casa en la arboleda transformada en frágil atalaya sitiada por seres cada vez más agresivos, el film de Hardy va perdiendo sutilezas y ganando en efectismos, sustos de salón y escenas de suspenso al uso corriente. A pesar de ello, hay elementos más que dignos en la ejecución de Los hijos del Diablo, una fe ciega en las bondades del terror cinematográfico que evita el descenso hacia la paparruchada esquemática de tanta película contemporánea y logra mantener gran parte de su eficacia hasta el de- senlace. Y si la película ingresa en el terreno de la defensa de la familia como motor vital no lo hace tanto en pos de un ideal conservador como de la protección irrestricta del amor filial, un amor visceral que va más allá de cualquier construcción cultural. Un poco como ese bosque que, ante la intromisión destructiva del ser humano, sale a defender a sus propios hijos con los dientes bien afilados.
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