CINE › BALANCE DE LA TEMPORADA DE CINE INTERNACIONAL
Con casi cinco millones de espectadores, Minions fue, por lejos, la película más vista de un año donde la supremacía de Hollywood se sintió más que nunca. Dilemas a futuro para todo aquel cine que no sea estadounidense o argentino.
› Por Diego Brodersen
Los enanos amarillos se llevaron la porción más grande del queso. Al menos por el momento, con el nuevo capítulo de la saga espacial más exitosa de la historia recién estrenada. Resultará difícil, de todas maneras, para Star Wars: El despertar de la Fuerza superar los casi cinco millones de entradas de Minions: se sabe que los films infantiles suelen llevar siempre una mayor cantidad de público, por eso de que por cada niño o grupo de pequeños suele haber uno o dos adultos comprando pocholo XXL y gaseosas a granel. Un millón y pico debajo del podio, con tres millones trescientos mil tickets vendidos, se posicionó la séptima entrega de Rápidos y furiosos, que en nuestro país parece contar con una enorme fila de seguidores que va más allá de los amantes de los fierros y las curvas neumáticas. Obteniendo la medalla de bronce, con casi tres millones de entradas, se ubicó Intensa-mente, de la factoría Pixar, mientras que el cuarto puesto fue obtenido por un largometraje argentino: la exitosa El clan, de Pablo Trapero, con 2.600.000 cortes de entrada y 158 millones de pesos de recaudación (el balance dedicado al cine nacional ahondará en el tema).
Una mirada a vuelo de pájaro por el resto de la grilla de las quince películas más vistas en la Argentina en la temporada que se termina (ver recuadro) permite confirmar la tendencia eterna: ganan la partida los títulos infanto-juveniles y las secuelas y/o sagas. O una combinación de ambos. La gran excepción a la regla es la espantosa adaptación de Cincuenta sombras de Grey que, entre los/las fans de la novela, los/las neo-valijeros/as y una incierta cantidad de curiosos/as, lograron juntar un millón doscientos mil espectadores. Y, nuevamente (y como en casi todo el resto del mundo), resultó monopólica la ocupación del cine estadounidense en las pantallas nacionales: recién en el puesto número 18 aparece otro film argentino (Abzurdah) y en el puesto número 26 un título de otra nacionalidad, el animé Dragonball Z: La resurrección de Freezer. Con un total de 49 millones de entradas vendidas, 2015 termina con un alza de seis puntos respecto del año anterior, aunque los últimos dos meses del año vieron una merma considerable de público, posible efecto del ballottage, los fines de semana larguísimos y otras yerbas. Pero basta de números, que el cine también es creación y estilo.
¿Qué ofreció la temporada en términos de excelentes y/o buenas películas? Suficiente, bastante o no demasiado, dependiendo de la relación que el lector tenga con todo ese cine que no llega a estrenarse comercialmente, pero puede verse en festivales de cine o (de maneras límpidas o turbias) en la red de redes. Por el lado del cine norteamericano, nombres como el de Clint Eastwood, Steven Spielberg o Paul Thomas Anderson volvieron a las pantallas con sendas grandes películas, aunque Francotirador, del veterano Clint, se vio envuelta en no pocas polémicas respecto de su mirada sobre el rol del ejército de ocupación estadounidense en territorios ajenos. Por su lado, el director de Tiburón volvió a dar muestras de su inoxidable clasicismo en un film sobre la Guerra Fría, Puente de espías, y P.T. Anderson se mandó una improbable (pero ciento por ciento eficaz) adaptación de la novela de Thomas Pynchon, Vicio propio. Misión imposible 5: Nación secreta volvió a demostrar que se puede hacer cine recontra súper pochoclero con inteligencia y sensibilidad y 007: Spectre se transformó en la muestra cabal de que el viejo espía británico está más vigente que nunca. Aunque esta última sea, fiel a la costumbre, una coproducción entre Hollywood y el Reino Unido.
De todas formas, el blockbuster cosecha 2015 que logró reunir a público y crítica de una manera imposible de prever resultó ser otra coproducción (entre EE.UU. y Australia), Mad Max: Furia en el camino, el regreso en perfecta forma de George Miller a la saga desértica que lo vio saltar a la fama internacional, hace ya más de 35 años. Lanzada en el Festival de Cannes en mayo pasado y ganadora de no pocos premios internacionales, se trató de otro film que demuestra que esa obsoleta y rancia discusión entre cine de arte y cine comercial no tiene (nunca la tuvo) razón de ser, más allá de prejuicios privados y colectivos. En cuanto al cine de terror, que siempre tiene una presencia importante en el calendario local, se trató de un año en general bastante pobre, con la notable Te sigue, de David Robert Mitchel, levantando el promedio general con creces, más allá de que su retrasado estreno no hizo más que restarle una parte importante de su público. Este año ha visto también el desembarco definitivo de la producción de largometrajes para pantallas más pequeñas –las del televisor o la computadora–, financiados por cadenas como Netflix o Amazon, un cambio en las reglas de juego que excede el temario de estas líneas pero que habrá que tener en cuenta en el futuro. Todo parece indicar que el concepto algo peyorativo de “telefilm” va marchando rápidamente hacia la caducidad absoluta.
De Europa (algo), el resto de Latinoamérica (no mucho) y Asia (poco y nada), las pantallas locales vieron pasar, en su mayoría con pena y sin gloria en términos económicos, una cantidad de muy buenas y excelentes películas que sufrieron el fuego amigo al animarse a un estreno en grandes cadenas o sobrevivieron como pudieron en salas alternativas. En muchos casos arriesgadas, personales y formalmente atrevidas, el año vio pasar el último film de la gran Asia Argento (Incomprendida, de producción italiana), el Ave Fénix del alemán Christian Petzold, la fuera de muchas normas La maestra de jardín, del realizador israelí Nadav Lapid, o el Sueño de invierno del maestro turco Nuri Bilge Ceylan, mucho menos vista que su coterránea, la telenovela Las mil y una noches, que acaparó encendidos de tevé durante una buena parte del año. El estreno de Cavalo Dinheiro, la última, indispensable película del portugués Pedro Costa, fue uno de los acontecimientos de la reabierta Sala Lugones del Teatro San Martín, luego de más de un año de clausura por refacciones. Nanni Moretti volvió a las salas locales con su Mia madre y el cine chileno –que sigue en alza a nivel internacional– estuvo presente con Gloria, de Sebastián Lelio. Finalmente, el enorme Hayao Miyazaki disfrutó en nuestro país el estreno comercial de su despedida del cine, Se levanta el viento.
Las semanas o pequeños festivales de cine de diversas latitudes continuaron apostando a presentar en bloque y durante un breve período paquetes de películas que de otra manera tendrían escasas posibilidades de ser exhibidas en el país. Al ya tradicional y añejo Festival de cine alemán, que este año cumplió sus quince años, las salas porteñas les hicieron lugar a nuevos ciclos dedicados al cine coreano, portugués, turco y de los países nórdicos, entre muchos otros, por lo general organizados en conjunto con las correspondientes embajadas. No solucionarán el problema de fondo, pero ayudan a ventilar un poco el ambiente.
La indefensión de todo aquel cine no argentino o no distribuido por alguna de las grandes “majors” es prácticamente total, y una de las asignaturas pendientes de todos estos años ha sido la falta de herramientas que puedan paliar en parte ese estado de las cosas. ¿Es posible diseñar en nuestro país algún mecanismo de ayuda (vía exención de impuestos o mediante subsidios o créditos) a la distribución y exhibición de cine no nacional, siguiendo el modelo de países como Francia? Se trata de una discusión que nunca ha pasado del estado larvario y que debería mover a la reflexión: más allá de que el apoyo a la producción local sigue siendo esencial para su supervivencia, el ideal de diversidad nunca debería pasar exclusivamente por la lucha entre David y Goliat (dicotomía válida, pero no excluyente), sino sumar a todos aquellos otros luchadores que tienen un público, pero pocas veces lo encuentran. 2015 fue otro año de caídas y retrasos, de escasa tolerancia a todo aquello que no fuera efectivo en el primer fin de semana de exhibiciones, de un tablero cuyos casilleros fueron ocupados en gran medida por los mismos jugadores (Star Wars: El despertar de la fuerza fue estrenada el jueves pasado en prácticamente la mitad de las salas totales del mercado, por caso).
Un caso testigo de lo antedicho, el film español de terror Musarañas, de Juanfer Andrés y Esteban Roel, tuvo al menos tres o cuatro fechas de estreno; finalmente la distribuidora decidió no lanzarla al notar que era inminente su exhibición en la televisión por cable. El retraso de la salida en salas de muchas películas –respecto de su estreno en otros lugares del mundo– ha generado un estado de las cosas en el cual su potencial público ya las ha visto mediante bajadas ilegales de Internet o en copias truchas, muchas veces de excelente calidad técnica. Escasez de salas, altos costos de los derechos de exhibición, miedo al riesgo comercial: tres de los pilares de la cada vez más homogénea cartelera comercial. Y si bien el caso no es único en el mundo –más bien, se trata de una regla–, ¿no es hora de poner de relieve el tema y anunciarlo como una discusión esencial para la nueva dirección del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales?
Como si esos problemas no fueran suficientes, una batalla silenciosa para el espectador común se libró entre distribuidores y exhibidores independientes durante estos últimos meses. Su eje fue algo llamado V.P.F., siglas de Virtual Print Fee, a grandes rasgos un canon que los distribuidores abonan a los exhibidores en concepto de “colaboración” por la digitalización de las salas, y cuyo valor suele ubicarse entre los 500 y los 800 dólares. La idea fue pergeñada por la industria de cine estadounidense y tiene su lógica comercial, teniendo en cuenta el descenso de los costos de cada copia al dejar de lado el viejo 35mm, reemplazado ahora por los nuevos archivos digitales. En particular en el contexto de aquellas producciones multimillonarias con lanzamientos masivos. Pero resulta harto difícil trasladar esa lógica a un marco empequeñecido como es el de la distribución independiente, en el cual muchas veces una película es lanzada con apenas un puñado de copias y donde 500 dólares pueden significar una diferencia mayúscula entre salir hecho o ir a pérdida. La falta de regulación al respecto hizo que 2015 estuviera marcado por un tira y afloja donde nadie quería dar el brazo a torcer. O hacer visible el problema: los conflictos solían resolverse en mesa chica los lunes de cada semana, día en que tradicionalmente se define la lista de estrenos.
La situación tomó ribetes extremos a mediados de año, cuando fueron boicoteados simultáneamente tres títulos, que cayeron de la cartelera un par de días antes de su estreno ya anunciado. Ese callejón sin salida empezó a tener un punto de drenaje a partir de una resolución firmada por Lucrecia Cardoso, ex presidente del Incaa, en octubre pasado, gracias a la cual se habilitaron los procedimientos para que los distribuidores pequeños y medianos tuvieran un reintegro parcial de los V.P.F. Ese mecanismo legal ha solucionado una parte ínfima del problema, pero es un primer paso en la defensa indirecta de las películas con mayor riesgo de desaparecer de nuestras salas. El futuro nos encontrará unidos con el cine del resto del mundo o dominados por el monopolio conjunto de los tanques norteamericanos y argentinos.
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