Jue 14.09.2006
espectaculos

CINE › UNA OLEADA DE PELICULAS ORIENTALES EN EL FESTIVAL DE TORONTO

El tigre asiático goza de buena salud

La más reciente edición de Cannes había generado dudas sobre la actualidad del cine del Lejano Oriente. Pero la muestra canadiense sirve para confirmar la vitalidad de varios cineastas.

› Por LUCIANO MONTEAGUDO
Desde Toronto

El cine asiático ha venido dominando el circuito de festivales internacionales desde hace más de una década, con una diversidad de orígenes, estilos y talentos que no tiene equivalente en el cine contemporáneo. En mayo pasado, sin embargo, la pobre representación asiática en el Festival de Cannes, la principal cita del calendario cinematográfico internacional, hizo pensar que quizás había llegado el momento de una pausa, o un hiato. Error. Apenas cuatro meses después, el Toronto International Film Festival viene a demostrar que Asia no sólo no está atravesando ningún paréntesis sino que, por el contrario, vuelve a brillar en su apogeo, con el regreso de varios de sus directores-faro, aquellos que están a la vanguardia del cine mundial.

Los ejemplos sobran, empezando por el chino Jia Zhang-ke, el director de The World (actualmente en cartel en Buenos Aires), que trajo a Toronto no sólo una sino sus dos nuevas películas, Dong y Naturaleza muerta, que acaba de ganar la semana pasada el León de Oro de la Mostra de Venecia. Ambas fueron rodadas simultáneamente en la zona de la represa de los Tres Cañones, un monumental proyecto hidrográfico en la cuenca del río Yangtzé que se remonta a los tiempos previos a la Revolución, impulsado personalmente por el propio Mao a poco de asumir el liderazgo del país y que se calcula recién estará concluido en el 2009, después de un proceso de relocalización de millones de habitantes forzados a desalojar una región que desaparecerá completamente bajo el agua.

Las formas de abordar ese impresionante paisaje geográfico y humano son, sin embargo, bien distintas en ambos films. En Dong, Jia utiliza los modos de representación del documental, pero lo hace a través de una mirada en espejo, registrando la obra del artista plástico Liu Xiaodong, que pinta una serie de retratos al óleo de los trabajadores dedicados a demoler las ciudades en las que ellos mismos vivieron durante toda una vida. El efecto es a la vez conmovedor y sorprendente, por el impacto visual del film. Esa misma conmoción está en el centro de Naturaleza muerta, donde Jia da cuenta de la diáspora del pueblo chino en la parábola simétrica de dos personajes desconocidos entre sí y que el film nunca se empeña en vincular, un hombre y una mujer que –después de años de separación– buscan a sus respectivas familias en ese inmenso río humano que se mueve incesantemente alrededor del Yangtzé. Lo notable de la nueva ficción del director de Platform es la manera en que vuelve a utilizar una escenografía ya dada (en The World era el inmenso parque temático en las afueras de Pekín) para expresar las tensiones entre lo social y lo individual, entre el gran plano general y el plano detalle, entre una ciudad entera que va desapareciendo sin dejar rastros y el destino frágil de esos hombres y mujeres empujados por los vientos inclementes del progreso y de la Historia.

Aunque igualmente talentoso, el caso del coreano Hong Sang-soo es muy diferente. Bien conocido en Buenos Aires a través del Bafici, donde se vieron cinco de sus films previos, Hong perfecciona en Mujer en la playa –-estreno mundial en Toronto– ese magnífico cine intimista que sólo él parece capaz de hacer hoy en día. Lo suyo son siempre films de relaciones, pequeños cuentos morales un poco a la manera de Eric Rohmer (la nouvelle vague es una marca indeleble en Hong) pero con un característico acento local y fuertemente contemporáneo, no exento de humor. Aquí Hong retoma esa figura triangular que ha venido explorando en La mujer es el futuro del hombre y Cuentos de cine –una mujer y dos hombres– y la desarticula en todas sus formas y variantes, estudia cada uno de sus lados y vértices, arma dúos, tríos y monólogos hasta que el espectador, finalmente, siente que conoce a los personajes como si fueran sus amigos personales.

Otro punto alto del cine asiático en Toronto –sin contar al hongkonés Johnny To, que presentó tres estupendos films de gangsters, su especialidad: Election, Election 2 y el estreno mundial de Exiled– fue la nueva película de Tsai Ming-liang, No quiero dormir solo. Malayo de nacimiento pero radicado desde niño en Taiwan, el gran director de El río, Vive l’amour y Goodbye, Dragon Inn vuelve aquí por primera vez a su país natal para encontrar en Kuala Lumpur una nueva escala en ese mapa de la desolación que es su cine. Inspirado por la situación de los miles de trabajadores extranjeros que después de la crisis económica de los ’90 quedaron varados en Malasia como inmigrantes ilegales, Tsai narra –con un virtuosismo que no precisa de palabras– la historia de uno de esos olvidados, interpretado por su actor de siempre, Lee Kang-sheng. La soledad, la circulación del deseo, los objetos como materializaciones eróticas (aquí un viejo colchón que atraviesa la ciudad) son una constante en el cine de Tsai y vuelven a alcanzar su mejor expresión en No quiero dormir solo, un film de un lirismo seco, austero, absolutamente fuera de lo común.

Es curioso, pero aún ante directores tan marcadamente contemporáneos como Jia, Hong y Tsai, un film como Syndromes and a Century, del tailandés Apichatpong Weerasethakul, casi los hace parecer clásicos. Hay una modernidad, una proyección de futuro en la nueva película del director de Blissfully Yours y Tropical Malady (otros dos hits del Bafici) que hablan de una terra incognita en el campo del cine. Se diría que su belleza es sólo equivalente a su misterio. Estructurada en dos partes gemelas que se miran como espejos, una transcurre en un hospital de una comunidad rural y otra en un hospital urbano, con los mismos personajes, que se hacen ecos y resonancias. No hay una trama propiamente dicha, sino pequeñas instancias o relatos (a veces dentro de otros relatos), momentos de palabras o silencios, que hacen de Syndromes un film de dualidades permanentes: campo-ciudad, luz-oscuridad, masculino-femenino. Las repeticiones pueden parecer enigmáticas, pero quizá conviene leerlas como “reencarnaciones”, según sugiere el propio Apichatpong a partir de su fe budista. Nada hay aquí, sin embargo, de solemne o pomposo: Syndromes es, también, un film de un humor finísimo, hecho de mínimos detalles, una obra de una rara sensibilidad, que confirma al director tailandés como un auténtico visionario.

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