Mié 20.01.2016
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CINE › EL CINEASTA ETTORE SCOLA FALLECIó AYER A LOS 84 AñOS

Adiós a uno de los últimos representantes de una era

El director de Feos, sucios y malos y Nos habíamos amado tanto fue parte de una tercera generación de realizadores del posneorrealismo, además de un afilado analista de los vicios y virtudes de una sociedad arrinconada entre cambios y tradiciones.

› Por Diego Brodersen

Se lo amaba tanto a Scola... Por varias razones, pero también porque, con su muerte a los 84 años –ayer, en Roma, luego de una operación cardíaca–, muere uno de los últimos vestigios de un cine italiano ya extinto. Una industria que, a fuerza de voluntad, creatividad y talento, se repuso del desastre de la Segunda Guerra Mundial para transformarse en un motor artístico y comercial apreciado y consumido en todo el mundo. Representante de una tercera generación de realizadores del posneorrealismo, aquella que logró dar sus primeros pasos en el largometraje a mediados de los años 60, Ettore Scola suele mencionarse como un autor dedicado fundamentalmente a la comedia, aunque sus películas navegaron aguas diversas, muchas veces sin solución de continuidad en un mismo título. Fue, además, junto con un Mario Monicelli o un Luigi Comencini, un afilado analista de los usos y costumbres, de los vicios y virtudes, de una sociedad arrinconada entre los veloces cambios de la segunda mitad del siglo XX y una serie de tradiciones de ninguna manera dispuestas a ser olvidadas. Su mirada no fue necesariamente política en todos los casos, pero cuando lo era –como en uno de sus films más inolvidables, Feos, sucios y malos–, los resultados eran parecidos a los de una explosión de nitroglicerina aplicada a un pequeño títere. De la cabeza, o del resto del cuerpo, ni noticias.

Como su amigo Fellini, Scola no nació en Roma, aunque supo hacer de la capital italiana su segundo terruño. Y a diferencia del director de Amarcord, su lugar de origen, Trevico –en el sur de Italia–, no marcaría su obra cinematográfica al punto de dedicarle una película entera. El encuentro entre las dos potencias fue narrado por el propio Scola en su última obra, Qué extraño llamarse Federico, biografía ficcional con algunos elementos documentales estrenada hace un par de años. Como Cesare Zavattini, otra figura fundamental en la historia del cine italiano, ambos dieron algunos de sus primeros pasos profesionales en la redacción de la revista de humor satírico Marc’Aurelio, verdadero semillero de talentos para la futura industria cinematográfica. Antes de dirigir su primer largometraje, Hablemos de mujeres, en 1964, Scola había firmado varias docenas de historias originales, tratamientos y guiones, entre otros para films como Un americano en Roma (junto a Alberto Sordi y el futuro rey exploitation Lucio Fulci, con dirección de Steno), Il sorpasso y Los monstruos, ambas de Dino Risi, o Primo amore, del veterano Mario Camerini.

Ninguno de sus primeros largometrajes obtuvo repercusión internacional, aunque en conjunto comenzaron a cimentar su imagen de realizador talentoso y confiable, según la mirada de los productores, distribuidores y exhibidores. Películas como la mencionada Hablemos de mujeres, Un caso fortuito (1964), El Diablo sabe por Diablo (1966) o Celos estilo italiano (espantoso título local de Dramma della gelosia (tutti i particolari in cronaca, 1970) lograron cierta repercusión en el mercado italiano y, en menor medida, el francés, aunque nada hacía suponer el enorme salto a nivel prestigio que su nombre adquiriría pocos años más tarde. Esa primera parte de la filmografía de Scola merece una urgente revisión, como lo confirma la notable (y temprana: 1968) y de larguísimo título Riusciranno i nostri eroi a ritrovare l’amico misteriosamente scomparso in Africa?

El teórico e historiador Peter Bondanella, en su libro Una historia del cine italiano, afirma que “las complicadas comedias meta-cinemáticas de Scola se diferencian, en ciertos aspectos, de la commedia all’italiana tradicional en el sentido de que también presentan un discurso extremadamente original respecto del cine italiano en sí mismo”. Por cierto, no fue el único realizador de los años 50 y 60 en reflexionar sobre la impronta neorrealista, apropiándose de su legado para construir sobre sus cimientos un tipo distinto de relato: a su manera, Pier Paolo Pasolini o el mismo Fellini, por nombrar apenas a dos cineastas enormes del cine italiano, erigieron su obra a la sombra del cine de la posguerra inmediata, del De Sica de Ladrones de bicicletas o el Roberto Rossellini de Roma, ciudad abierta. Pero pocos supieron o quisieron llevar las cosas tan lejos, dentro del terreno de la comedia, como Ettore Scola en Feos, sucios y malos, justa ganadora del premio a Mejor Director en Cannes en el año 1976.

Con ese film, el realizador le daba una vuelta completa al círculo iniciado tres décadas antes con el neorrealismo temprano y que, merced en parte a necesidades netamente comerciales, pero también como consecuencia lógica de la recuperación de la economía italiana, había mutado en neorrealismo rosa, primero, y en explotación estética de la pobreza, después. Del miedo a los bombardeos en plena ocupación alemana en Roma, ciudad abierta a las explosiones como excusa para el primer encuentro romántico entre Filumena Marturano y Domenico Soriano en Matrimonio a la italiana; de la miseria en un urgente y realista blanco y negro, con actores muchas veces desconocidos, a la pantalla ancha a todo color de unos Marcello Mastroianni y Sofia Loren interpretando a un matrimonio de indigentes. En Feos, sucios y malos –un film que difícilmente podría ser estrenado hoy en día sin recibir toda clase de acusaciones a diestra y siniestra–, y como en la Viridiana de Luis Buñuel, la pobreza y la miseria no resultan particularmente bellas y la “villa de emergencia” dista mucho del ideal romántico de Milagro en Milán. Más allá del humor grotesco y oscurísimo –o precisamente a partir de él–, Scola pinta un mundo en total descomposición, el detrito de una sociedad que, lejos de ofrecer las semillas de una posible recuperación, sólo replica en dosis inhumanas los peores males de las capas más altas del esquema capitalista. Ni siquiera la infancia es sinónimo de esperanza, como bien lo demuestra la última, demoledora imagen.

Dos años antes, con Nos habíamos amado tanto, tal vez su film más ambicioso en término narrativos e históricos, Scola intentó y logró con creces retratar los cambios en Italia desde la caída del fascismo hasta comienzos de los años 70, a partir del relato de tres amigos interpretados por Stefano Satta Flores, Vittorio Gassman y Nino Manfredi (y la presencia, incluso en ausencia, de Stefania Sandrelli, fuente de deseo y amor de cada uno de ellos). La alternancia entre el color y el blanco y negro como reflexión sobre la historia del cine local, las referencias al neorrealismo o el guiño a El eclipse, de Michelangelo Antonioni, podrán haber pasado inadvertidos para la mayoría de los espectadores, pero no así los comentarios sobre los sueños de juventud transformados en desencanto presente. Lejos de la ñoñez, la melancolía agridulce de Nos habíamos amado tanto resulta un notable complemento de la pesadumbre terminal de Feos, sucios y malos, dos miradas sobre la Italia de la década del 70, antes de la era Berlusconi y la ascensión de Nanni Moretti como autor italiano por excelencia.

En otra de sus películas más recordadas, Un día muy especial (1977), la dupla Mastroianni-Loren se puso a las órdenes del realizador en papeles bastante alejados de aquellos que los hicieron mundialmente famosos (Marcello como un locutor gay y Sofia como madre de familia numerosa sin una pizca de glamour), en una historia que transcurre durante la visita de Hitler a Italia, cuando los regímenes nazi y fascista iniciaban su romance, a fines de los años 30. De rasgos intimistas, como una parte importante de la filmografía de Scola, y un componente de minimalismo ausente hasta ese momento en su obra, el film logró un enorme éxito internacional, tal vez el más importante en la carrera del cineasta, y obtuvo gracias a él una ingente cantidad de premios. Con títulos como Los nuevos monstruos (1977), La terraza (1980), El baile (1983) y La familia (1986), Ettore Scola mantuvo una reputación envidiable en un momento en el cual el cine italiano en su conjunto iniciaba la etapa final de su gradual declive comercial y artístico, a años luz de la etapa dorada de Cinecittà y de la explosión autoral de los años 60. Su muerte se lleva a uno de los últimos grandes monstruos de ese cine italiano que se amó y se sigue amando tanto. Y que difícilmente regrese.

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