CINE › “FANTASMA”, TERCER LARGOMETRAJE DE LISANDRO ALONSO
Si en La libertad y Los muertos el borde entre lo real y lo ficticio se diluía, ahora esa frontera se separa al máximo.
› Por H. B.
El cierre de un ciclo: eso es lo que Fantasma parece representar para Lisandro Alonso, seguramente el más radical de los cineastas argentinos en actividad. Con esta película, de poco más de una hora de duración, el realizador de La libertad y Los muertos retoma y da una última vuelta de tuerca a sus dos films anteriores, con lo que a todas luces debe verse como una coda. Coda que tiene la forma de un rulo, una espiral que gira sobre sí misma. Es como si Alonso quisiera volver atrás por última vez, en un movimiento paradójico que lo impulsa hacia adelante, a territorio desconocido. Da la sensación de que a la vez que cierra un ciclo, Fantasma abre uno nuevo. Ciclo en el que, según todo indica, Alonso será otro, sin dejar de ser él mismo.
Esa aparente complejidad de intenciones se expresa sin embargo en Fantasma del modo más sencillo y transparente. Si antes ese bicho urbano que es Alonso (Buenos Aires, 1975) había viajado hasta las antípodas, para presenciar la cotidianidad de un hachero pampeano y el viaje de un hombre en medio de la selva formoseña, de lo que se trata ahora es de practicar el movimiento contrario, trayéndolos a la ciudad. A su vez, si en La libertad y Los muertos el borde entre lo real y lo ficticio se diluía hasta fusionarse, ahora esas fronteras se separan al máximo. De lo que se trata es de constatar el abismo que las distancia. La idea es sencillísima: Misael Saavedra y Argentino Vargas, protagonistas de La libertad y Los muertos, viajan a Buenos Aires para el estreno de la segunda de las películas. Para ello concurren a la sala Lugones, donde Los muertos se exhibió un par de años atrás. Y donde Fantasma se exhibe ahora, en una suerte de vertiginoso juego de espejos.
Es ahí, donde la idea se materializa en hechos, que todo empieza. Pero lo que empieza no son acciones sino el mero, simple, intenso acto de mirar. Mirar a esos dos extraños recorrer un lugar extraño. Si el hachero y el presunto asesino jamás dejaron de ser extranjeros para la cámara de Alonso, ahora son ellos los que, arrancados de sus ámbitos, se ven enfrentados a uno totalmente ajeno: el edificio del Teatro San Martín, con sus pasillos y recovecos, salas y camarines, escaleras y ascensores, zonas de luces y de sombra. El modo en que Saavedra y Vargas los experimentan enrarece espacios que para el espectador son cotidianos. Para ellos (y por lo tanto, para el espectador) las escaleras se vuelven retorcidos laberintos; los ascensores, autómatas que abren y cierran sus puertas y hasta son capaces de hablar; las salas de espera devienen espacios extrañamente vacíos y los camarines, acumulaciones barrocas de objetos, biombos y maquillajes.
Se pierde el perro del hachero y se pierde el dueño tras él. El hombre que alguna vez estuvo en prisión se diría que ahora está en otra, sin saber cómo pararse o desplazarse en moqueteados halls y foyers. Los encuentros con la gente del lugar son en verdad desencuentros. A Vargas, uno de los colaboradores de la Lugones (Carlos Landini, haciendo de sí mismo) lo busca y no lo halla por ningún lado. Un acomodador lo mira raro y una chica presente en la función (Rosa Martínez Rivero, ex programadora del Bafici) intenta cambiar unas palabras con él luego de la película, fracasando en el intento. Si el cruce de realidad y ficción que la película propone puede recordar al Kiarostami de la trilogía de Koker, el deambular de ambos protagonistas por pasillos que son casi pasadizos parece llevar en sí la marca de Goodbye, Dragon Inn, de Tsai Min-liang.
En Fantasma y de modo casi desafiante, Alonso lleva al extremo todo aquello que en sus películas anteriores lo convirtió, a ojos de algunos tradicionalistas, en verdadero anatema cinematográfico. Comparados con los tiempos muertos, los lentos vagabundeos y los espacios semivacíos de Fantasma, la reiterada tala de La libertad y el largo viaje en balsa de Los muertos pueden llegar a parecer, en perspectiva, épicas sobrecargadas de acontecimientos. Ese carácter desafiante se anuncia ya a los pocos minutos de proyección, cuando sobreviene un cuadro negro que dura un buen par de minutos y tiene lugar en medio de guitarrazos hirientes y distorsionados. A cargo del grupo de neotango Flor Maleva, esos guitarrazos parecerían remarcar el carácter de agresión directa a todo conservadurismo cinematográfico que el gesto conlleva. Tradicionalistas, atrás.
La clave para entrarle al cine de Alonso sigue siendo la misma de siempre: olvidarse de toda pulsión narrativa y dejarse capturar por la cualidad hipnótica de imágenes y sonidos que, una vez más, están entre lo más intenso que el cine pueda generar. Tan intensos e hipnóticos, que durante una hora y poco pueden hasta hacer olvidar al espectador que esa sala que está viendo en pantalla es la misma en la que está sentado. O que ese muchacho morocho y el señor que se acomoda el pelo con inconfundible gesto son como fantasmas, perdidos en un escenario que les es radicalmente ajeno. Fantasmas de lo que fueron antes, cuando estaban en sus hábitat. O tal vez sea ahora, cuando el cine los proyecta en imagen, que les llegó la hora de devenir fantasmas de sí mismos.
7-FANTASMA
Argentina, 2006.
Dirección, guión y montaje: Lisandro Alonso.
Fotografía: Lucio Bonelli.
Música: Flor Maleva.
Sonido: Catriel Vildosola.
Intérpretes: Argentino Vargas, Misael Saavedra, Carlos Landini, Jorge Franceschelli y Rosa Martínez.
Se exhibelos viernes, sábados y domingos en la sala Leopoldo Lugones del TeatroSan Martín (consultar horarios en cartelera).
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