CINE › CONTRA LA IGNORANCIA: LA FICCION, DE ALEJANDRA ROJO SOBRE RAUL RUIZ
De apenas una hora de duración, el documental de Rojo no ambiciona recorrer la filmografía del gran realizador chileno, quien llegó a dirigir cerca de 120 películas, sino acercarse a la esencia de sus ideas y su estilo, haciendo hincapié en el ser humano detrás del director.
Tal vez no haya cineasta contemporáneo más secreto, a pesar de su prolífica obra (o tal vez precisamente por ello) que el chileno Raúl Ruiz, cuyo último largometraje, realizado poco antes de morir en agosto de 2011, tuvo un retrasado estreno hace algunas semanas en Buenos Aires: la obra maestra Misterios de Lisboa. El documental de Alejandra Rojo (nacida en Buenos Aires, criada en Chile, nacionalizada francesa) Contra la ignorancia: la ficción, de apenas una hora de duración, no ambiciona ni remotamente (tarea imposible si las hay) recorrer exhaustivamente la filmografía del realizador, quien llegó a dirigir cerca de 120 películas. Muy por el contrario, intenta, y logra en gran medida, acercarse a la esencia de sus ideas y su estilo, tarea difícil pero factible, haciendo hincapié además en el Ruiz extra cinematográfico, el ser humano detrás del director. Partiendo de su infancia en Chile –madre maestra, germen del intelecto; padre marinero, origen de historias llegadas de todos los confines del mundo–, Rojo comienza a hilar un retrato hecho de retazos de recuerdos y anécdotas de aquellos que compartieron una parte de su vida, además de un puñado de fragmentos de algunas de sus películas más representativas (y no tanto).
El exilio en Francia poco tiempo después del golpe militar que derrocó y asesinó a Allende marca el inicio del vínculo de Ruiz con el cine francés (y de su cambio de gracia: de Raúl a Raoul), que el documental utiliza para sugerir sutilmente una idea relacionada con sus aspectos creativos: viéndose obligado a hablarle a una audiencia más universal, al levar anclas y alejarse de aguas cercanas a su origen lingüístico y cultural, sus películas comienzan a ganar en profundidad y belleza. Algunas escenas del film La ville des pirates, realizada en 1983, le sirven de apoyo visual a la documentalista para hablar de la relación de Ruiz con Portugal y con Paulo Branco, el gran productor de ese origen con el cual mantuvo una extensa y fructífera relación que duraría décadas. “Él inventaba las películas, yo no inventaba nada. El no hacía nada por casualidad, al revés que yo. Todo era más elaborado de lo que parece”, afirma Branco en un pasaje con tono de confesión. Comparten asimismo cámara algunos de sus colaboradores en distintas etapas: músicos, directores de fotografía, actores, diseñadores de arte, cuyos recuerdos se alejan de la idealización o el bronce, como si la orgullosa humildad del homenajeado se hubiera contagiado en susevocaciones.
“La poesía se ha refugiado en la ciencia”, dice Rojo que decía Ruiz, y a partir de allí, su documental se concentra en un aspecto no del todo conocido del realizador: su fascinación por la filosofía en general y la matemática y la física en particular. Aspecto que, lejos de enturbiar la visión que pueda tenerse de sus particularesmarcas narrativas, la hace más diáfana: ¿qué es el final de Misterios de Lisboa sino un punto de máxima concentración de tiempo y espacio, donde están contenidas todas las historias y los personajes posibles? Rojo le dedica la última parte de su película a las reuniones regulares del así llamado Círculo de Belleville, grupo de discusión con aspecto de secta al cual pertenecía y en el cual se debatían toda clase de cuestiones físicas y metafísicas. Resulta imposible confirmar cuánto de seriedad absoluta y cuanto de lúdico había en esos cónclaves, pero un veloz repaso por algunas de sus creaciones deja en claro que ambas posibilidades podían no sólo cohabitar sino armonizarse a la perfección. Al fin y al cabo, ¿qué otro cineasta ha hecho convivir la difícil faena de adaptar los textos de Proust al cine con la idea de juego en el sentido más candoroso de la palabra? El mismo Ruiz, gran anecdotista y enorme conversador, era capaz de afirmar lo más viable o lo más absurdo con la misma seriedad e ironía. Y estar, siempre, absolutamente en lo cierto.
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