CINE › WARCRAFT: EL PRIMER ENCUENTRO DE DOS MUNDOS
Ver Warcraft: El primer encuentro de dos mundos en una avant premiere rodeado de fanáticos del juego que sirvió de materia prima al film puede ser muy ilustrativo. Juego que es, vale aclarar, uno de los más populares y clásicos –su primera versión data de 1994– del género de estrategia en tiempo real y un auténtico ícono entre los gamers que hoy rondan los 30 años. Lo que se escuchó al inicio de los créditos finales fue una tibia ola de esos aplausos que se conceden más por cortesía que por reconocimiento, como si ellos, los fanáticos, se hubieran conformado con la módica satisfacción de haber visto y reconocido en la pantalla grande una porción de la iconografía que viene acompañándolos desde la adolescencia. A riesgo de tomarse la parte por el todo, podría decirse que si la adaptación a cargo de Duncan Jones no interpeló de forma directa a quienes debía hacerlo, menos lo hará con aquellos espectadores neófitos en este universo fantástico de orcos y humanos, de magos y hechiceros, de energías negativas y positivas, de mundos paralelos tendientes a confluir en la enésima batalla de la guerra eterna entre el Bien y el Mal que Hollywood viene tematizando una y otra vez desde sus mismísimos inicios.
Menudo padre le tocó al pobre Duncan Jones: un tal David Bowie. Pero el muchachito superó con creces el rótulo de “hijo de” gracias a dos muy buenas películas de ciencia ficción como Moon (2009) –editada aquí en DVD con el título En la Luna– y Ocho minutos antes de morir. En ambas se percibía quizá no una voz autoral, pero sí una con intereses, temas y una visión del mundo claros y definidos. Todo eso aquí brilla por su ausencia debido a la tendencia de las grandes producciones a esmerilar cualquier atisbo de huella de sus responsables en pos de la espectacularidad y la grandilocuencia. En ese sentido, un pequeño punto a favor de El primer encuentro de dos mundos es que esas ínfulas son funcionales al relato y no al revés. Incluso el guión de Jones y Charles Leavitt apuesta por desarrollar sus personajes, en línea con la idea de sacarles todo el jugo en una secuela que, dados los pésimos resultados de taquilla y crítica en Estados Unidos, posiblemente nunca vea la luz. Que ellos tengan nulo gramaje emocional y capacidad de empatía se debe, primero, a la pluma autómata detrás de los diálogos, pero también a un elenco compuesto por intérpretes de madera, cada cual más musculoso que el anterior pero hermanados en la desgracia de un carisma tendiente a cero.
La mitología del juego es enorme y compleja, acorde al sinfín de expansiones y nuevas versiones editadas desde 1994 hasta la actualidad. La condensación en dos horas de metraje obliga al recorte, limitando el arco dramático al avance de los orcos sobre el mundo humano, al cual llegan gracias a un portal abierto a fuerza de energía verde “mala”. A ella, claro, se le opone una azul y “buena” administrada por un mago pelilargo, con barbita y de habla parabólica sacado de una adaptación bíblica de Franco Zeffirelli. Jones replica de Game of Thrones el campeo narrativo entre las internas de la cocina del poder de ambos bandos y los esperados enfrentamientos entre ellos, siempre a puro sablazos, trompadas y algún que otro hechizo sacado de la galera cuando no hay resolución narrativa coherente a la vista.
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