CINE › RETRATO DE UN MUNDO LUGUBRE CON UNA FOTOGRAFIA PRISTINA
En su debut como director, Canevari consigue que las miradas, los silencios, los sonidos del ambiente y algunos detalles aparentemente triviales se conviertan en herramientas que aportan al desarrollo de la historia, marcada por profundas diferencias sociales.
› Por Juan Pablo Cinelli
Las primeras escenas plantean con nitidez las diferencias entre los universos sociales en los cuales se desarrollará Paula, debut del director argentino Eugenio Canevari. Lo hacen de una manera sutil, usando como vehículos a algunos personajes que si bien pueden pasar desapercibidos, son lo suficientemente importantes como para ser incluidos en los títulos finales: los perros. El del comienzo deambula por un basural, revolviendo todo lo que se cruza, a medida que avanza con ese andar despreocupado que tienen los cuzquitos callejeros. Huele algo por acá, mordisquea un poco más allá, se come algunas porquerías que encuentra y termina durmiendo tirado en el piso, entre la basura, mientras cae la tarde y el plano se va cerrando sobre él. Corte a otro perro, de pelaje negro, limpio y brillante, que parece acostumbrado a caminar de memoria por el borde de la pileta de natación de una casa de campo, sin atender a nada, atado a una rutina que le permite no caer al agua, pero también no pisar los azulejitos con los que uno de los chicos de la familia juega a armar un mosaico en el suelo. En la escena siguiente aparece por primera vez Paula, la protagonista, una adolescente que, como se verá a medida que la película vaya avanzando, está más sola que un perro.
Las escenas con las que se cuenta la historia de Paula son muy elocuentes, y lo son a pesar de la escasez de palabras. Canevari parece haber entendido que la elocuencia en un buen narrador no está atada de manera directamente proporcional a la verborragia de sus personajes, sino que hay muchas otras lenguas de las cuales servirse para hacer que el relato avance y, al mismo tiempo, transmitirle al espectador toda la información que necesita. El director consigue que los silencios, los sonidos del ambiente, algunos de los detalles aparentemente triviales en la composición de un plano, las miradas, los gestos y los ademanes (incluso los que son apenas perceptibles), se conviertan en herramientas que aportan al desarrollo de la historia. La de Paula, que trabaja cuidando a los hijos de una joven pareja de terratenientes de provincia, que no parecen conectar con nada, ni entre ellos, ni con sus hijos, ni con la realidad. Paula acaba de descubrir que está embarazada y no sabe a quien recurrir.
Parca, cerrada sobre si misma, en el voraz intento de conseguir ayuda de las pocas personas a las que puede recurrir, la protagonista se esfuerza para ir en contra de su dificultad para comunicarse. En la vereda opuesta, sus jóvenes patrones, aparentemente dedicados al negocio sojero, no parecen tan distintos, inmersos en la trivialidad. Ella, hastiada hasta de sus propios hijos, con los que apenas se vincula, delegando en Paula el esfuerzo emocional de la maternidad (y la chica hará lo que puede y no lo hará tan mal); él, evadiendo todo, enfrascado en sus llamadas telefónicas y en la lectura de La Nación. En los tres casos (y en el de todo el elenco), los actores logran que sus personajes irradien, con la economía de recursos a la que los obliga la película, todo aquello que permanece en el mundo de lo no dicho. La suma de esos silencios vuelve aún más siniestro el derrotero sordamente desesperado de Paula por sacarse ese hijo de encima.
Paula es una galería de personajes monstruosos, aterradores por la frialdad con que van tejiendo esa red de vínculos truncos en la que nunca hay posibilidad de un verdadero diálogo, porque no existen interlocutores. La película acierta en retratar ese mundo oscuro y lúgubre con una fotografía prístina, cuya amplia paleta de colores naturales acentúa, por oposición, lo mortuorio de ese universo. En el medio de esa tela de araña está Paula, pero no está sola. Con ella, en ese centro de inocencia abandonada, están los hijos de sus patrones, dueños de otro tipo de desesperación (una no menos dolorosa), a quienes tampoco nadie rescata del abandono emocional. Las escenas protagonizadas por Paula y los chicos son las únicas en donde los sentimientos fluyen, a los tumbos, es cierto, pero con la fuerza irrefrenable de quien lucha para no ser devorado por la indiferencia. El mayor de los hijos, un adolescente atado a un silencio en el que se intuyen la pena y la furia, es la mejor alegoría de esa batalla perdida.
Del otro lado no se salva nadie: entre los adultos el que no es un inepto es un hijo de puta, e incluso quienes tienen buenas intenciones nunca consiguen conectar de un modo eficaz con el dolor ajeno. La larga secuencia final del cumpleaños del hijo mayor, si bien resulta un poco sobrecargada en el retrato crítico de las clases altas, condensa perfectamente tanta desconexión a través de una constelación de diálogos muertos, bajo cuyo peso, de manera clandestina, los sobrevivientes alcanzan a reconocerse. La salida de Paula del extenso plano fijo del final, conjura tal vez la única salida posible para la protagonista, y al mismo tiempo confirma la inteligencia cinematográfica con que Canevari le dio forma a su ópera prima.
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