CINE › UN DOCUMENTAL ESENCIAL
› Por Diego Brodersen
Las primeras imágenes de Homeland (Iraq Year Zero), el monumental –en más de un sentido– documental de Abbas Fahdel, logran transmitir una sensación de normalidad, de tranquilidad incluso. Pero el lugar es Bagdad y el año 2002, poco antes de que los “americanos” –como los llaman los iraquíes– invadan y ocupen esa ciudad y el resto del país. La inminencia de la guerra es evidente en los rostros y, particularmente, en los diálogos que se establecen entre los miembros de una típica familia de clase media de la capital de Irak. Que no son otros que el hermano del realizador, su esposa y sus hijos. Alguien comenta que se han comprado una buena cantidad de botellas de agua ante la posibilidad de que escasee en el futuro inmediato; a pesar de ello, el pequeño jardín de la casa se ve revolucionado por la puesta en funcionamiento de una bomba a la vieja usanza, que el pequeño de la casa, Haidar (el sobrino de doce años del realizador), comienza a palanquear como si se tratara de un juego. Ese niño, adelanta un título algunos minutos más tarde, morirá algunos meses después del inicio de la ocupación. Fahdel anticipa ese hecho de manera tal que el espectador no sea sorprendido sobre el final con un golpe debajo del cinturón, pero también para instalar la idea de la fragilidad de la vida humana en situaciones límite como la que está por volverse cotidiana en la vida de aquellos retratados en su película.
“Antes de la caída”, la primera parte de Homeland, acompaña al clan en una visita a la ciudad de Hit, ubicada en los márgenes del Éufrates, donde habitan algunos de sus familiares, y entrelaza varias escenas dedicadas a explorar la belleza del lugar con otras que ilustran a la perfección las consecuencias que trajo aparejadas el duro embargo impuesto al gobierno iraquí. Como así también –aunque nadie lo diga en ese momento– aquellas otras derivadas del gobierno de Saddam Hussein por su propia ineficiencia y corrupción, ambas de un nivel estrafalario. De regreso a la capital, cuando no hay cortes de luz inesperados, la televisión no deja de transmitir enfervorizados discursos y canciones propagandísticas, observadas por la familia en un silencio sepulcral que, se revelará en la segunda parte, no era otra cosa que el resultado del temor al régimen.
El realizador observa y registra a partir de allí algunos retazos de una sociedad mucho más secularizada de lo que el espectador occidental suele imaginar, a pesar de la innegable fuerza cultural del islam. Calles, comercios, ferias, locales de comida, un casamiento, muestran a una sociedad vivaz, rica y diversa, alejada del estereotipo. Una sociedad que sobrevive.
El trabajo de montaje puede suponerse trabajoso, titánico. Es precisamente en la posproducción donde Fahdel termina de darle forma a un documento que posee una duración extensa no por lujo o capricho sino por necesidad: sólo de esa manera, parece decirnos el film, es posible convivir con los personajes, comprenderlos, generar una empatía que vaya más allá de la superficie. “Después de la batalla” comienza luego de una elipsis que coincide con la llegada del ejército estadounidense, el fin del gobierno de Hussein y el comienzo de otra clase de padecimientos.
La descripción que hace Fahdel de este nuevo Irak es agobiante a pesar de la tibia esperanza que flota en el aire. Los saqueos y secuestros son cosa de todos los días, la gente ha comenzado a comprar armas para defenderse, parte del acervo cultural se ha perdido (uno de los segmentos más penosos es la visita a los incendiados estudios de cine de Bagdad). Ahora se habla de aquellos que fueron asesinados por el régimen anterior, pueden verse señales de tv de todo el mundo y la posibilidad de expresarse libremente es mayor. Al mismo tiempo, un misil puede destruir sorpresivamente una manzana entera de hogares y a sus habitantes y cualquier ciudadano sufrir una detención ante la menor sospecha de las nuevas autoridades.
Ese “año cero” del título, que remite al famoso film de Rossellini, indica un estadio de destrucción, pero también una vuelta a foja cero, aunque la propia película se encarga de aclarar que la esperanza o el optimismo no suelen ser sinónimos de fe ciega. La grieta entre los iraquíes comienza a hacerse evidente y algunos ya extrañan los tiempos de Saddam. Homeland sintetiza esa idea en una escena chocante por su franqueza: Haidar, el chico de doce años, discute de igual a igual con un vendedor callejero acerca del estado de las cosas, del pasado, de las tumbas colectivas de Saddam, mientras el hombre continúa con su faena comercial: vender armas en la vía pública, su pequeño mostrador poblado de revólveres, fusiles y balas de los calibres más variados. Por ese camino, la película logra –con herramientas tan genuinas como pacientemente construidas– armar un complejo mosaico a partir de una de sus pequeñas teselas, iluminar la humanidad oculta detrás del conglomerado de cifras vomitadas en los informes periodísticos. Con Homeland, uno de los documentales más estimulantes y devastadores de los últimos años, Fahdel ha conseguido que el espectador comprenda cabalmente no sólo las consecuencias de las políticas globales sobre los grupos humanos y los individuos sino, además, algunas de las causas de la violenta forma que el mundo ha adquirido en la actualidad, trece años después del mortuorio plano que cierra el film.
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