CINE › PAGINA/12 OFRECE A SUS LECTORES “ROMA, CIUDAD ABIERTA”
Aun hoy, el film de Roberto Rossellini conserva su potencia narrativa y estilística, un retrato de la capital italiana bajo la ocupación nazi en el que se luce la gran Anna Magnani.
› Por Luciano Monteagudo
“Todos los caminos conducen a Roma, ciudad abierta”, dijo alguna vez Jean-Luc Godard. “Es el padre de todos nosotros”, afirmó por su parte Martin Scorsese. Los argumentos de autoridad suelen ser antipáticos, pero en el año del centenario del nacimiento de Roberto Rossellini (1906-1977) conviene recordar la importancia fundamental de este gran director italiano y de Roma, città aperta (1945), mojón inicial del neorrealismo, el movimiento que cambiaría de manera determinante la concepción del cine a medio siglo de su existencia.
Visto hoy, ese puñado de historias sobre la resistencia antinazi y de la vida difícil de los años de guerra y ocupación que narra Roma, ciudad abierta (un título que expresa el anhelo de liberación de sus protagonistas) mantiene esa energía y esa verdad eternas de la que están hechos los auténticos clásicos. Pero también es capaz de expresar una serie de paradojas y contradicciones que la canonización historiográfica fue ocultando detrás de una serie de frases hechas.
En primer lugar, el film de Rossellini es –quizá como ningún otro– producto de las circunstancias tan particulares de su época. En su génesis, allá por 1944 (todavía en plena guerra), desempeñó un papel decisivo el guionista Sergio Amidei, que propuso a Rossellini la realización de un cortometraje documental sobre un cura fusilado por los alemanes. El proyecto se fue completando con otros casos reales, como el asesinato bajo tortura de un líder comunista de la resistencia, pero finalmente se optó por la realización de una película de ficción, concebida como una crónica coral sobre la vida romana bajo el control de las tropas alemanas.
Ese giro –cuenta la leyenda– se debió a que Rossellini encontró una condesa dispuesta a poner dinero en el film a cambio de que fuera protagonizado por su actor predilecto, Aldo Fabrizi (que pasaría a interpretar a Don Pietro, el cura ejecutado). Pero había que convencer a Fabrizi –por entonces un actor de comedia– de aceptar un papel tan sombrío y allí jugó un rol esencial Federico Fellini, que era su amigo. Por entonces, Fellini se ganaba la vida dibujando caricaturas de los soldados norteamericanos que acababan de entrar en Roma y Rossellini le fue a pedir que mediara ante Fabrizi. Lo hizo y además se sumó, junto a Amidei, como guionista, aunque nunca dejó de reconocer que su participación fue modesta.
El rodaje tuvo complicaciones que determinaron la estética del film. Los estudios Cinecittà estaban prácticamente desmantelados por la guerra y Rossellini decidió salir con su cámara a la calle y mezclar actores profesionales con gente común, a la que elegía por sus rostros. La película virgen escaseaba y se utilizó material vencido y colas de negativos, que le aportaron a la fotografía ese aspecto rugoso, de crónica, casi de noticiero. (Estas peripecias fueron luego cristalizadas en una novela de Ugo Pirro, Celuloide, adaptada al cine en 1996 por Carlo Lizzani.)
Pero junto a esos fuertes movimientos hacia el realismo más crudo que –salvo Ossessione (1943), la precursora ópera prima de Luchino Visconti– parecían impensables en el cine peninsular de la época, también hay que reconocer que el film, en una tensión no resuelta, recurre por momentos a la estilización expresionista de los villanos nazis, a la música sentimental de Renato Rossellini (hermano del director) y a la retórica del melodrama, consustancial a las artes representativas de la cultura italiana.
A su vez, en términos ideológicos, el cura y el militante comunista no presentan ninguna contradicción. Por el contrario, forman parte de una causa común, como sugiere el final, en el que se destaca la silueta de la basílica de San Pedro, en el Vaticano. Como señaló el crítico Angel Quintana, “la imagen final de Roma, ciudad abierta refleja el idea de la reconstrucción: los niños, sin padres, deben levantar los cimientos de la nueva Italia”. A estas paradojas se debe sumar la menos conocida: que Rossellini, cineasta-faro del neorrealismo y autor de la primera película importante de la Liberación, se había formado como director en la industria mussoliniana y no era un teórico intelectual ni provenía de una tradición literaria como la mayoría de los opositores al régimen.
Roma, ciudad abierta tiene un valor agregado, que le aporta gran parte de su fuerza emotiva: Anna Magnani. Aunque su personaje –la legendaria Pina, esa viuda con un hijo monaguillo y embarazada fuera de la ley del matrimonio de su relación con un miembro de la resistencia– ocupa menos de la mitad del metraje, es su figura la que domina la película toda. Su trágico final, bajo la metralla nazi, mientras corre detrás de su amado, es uno de los auténticos momentos inolvidables de la historia del cine, de esos que han pasado a formar parte de la memoria colectiva. A partir de allí, la Magnani pasaría a ser el arquetipo de la mujer romana, capaz de darle identidad ella sola a todo el cine italiano.
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