CINE › “YO PRESIDENTE”, DE MARIANO COHN Y GASTON DUPRAT
Los creadores de Televisión abierta proponen una serie de entrevistas con Alfonsín, Menem, Duhalde y compañía en las que importa mucho menos lo que dicen que lo que hacen. Por su parte, El ilusionista tiene la virtud de rescatar el viejo espíritu del cine de Méliès.
› Por Horacio Bernades
Dirección y guión: Mariano Cohn y Gastón Duprat.
Producción:Luis Majul.
Música: Sergio Pángaro.
Intérpretes: Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá, Raúl Puerta, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde.
Meterse entre las grietas del discurso, quedar a la espera de la distracción, atrapar a los reyes de la imagen en su propio juego, ver qué pasa cuando el libreto se borronea: ésos parecen haber sido los principios rectores de Mariano Cohn y Gastón Duprat al plantearse Yo presidente, el documental en el que entrevistan a las máximas autoridades que los argentinos supimos conseguir, del ’83 para acá. Todos no están, faltan dos. Uno, El Adolfo, porque según se denuncia en off, pretendía cobrar un millón de dólares de indemnización en caso de que la edición final no fuera de su agrado. Otro, Kirchner, se supone que por estar en ejercicio. Los demás, desde Alfonsín hasta Duhalde, son entrevistados jugando de locales: cada uno en su casa. Sin embargo, más tarde o más temprano, todos terminan cumpliendo el papel de visitante. Y en ese papel no lucen precisamente como torazos en rodeo ajeno.
Habilidad de los entrevistadores, al entrevistado no se lo filma sólo haciendo declaraciones, sino también y sobre todo durante los preparativos, interrupciones, recreos y en el momento del relax, una vez que la entrevista terminó. En verdad, declaraciones son lo que menos hay en Yo presidente, y las que hay frecuentemente aparecen superpuestas, entrelazadas unas con otras en el off. Lo cual las desvaloriza. Renunciar al tiempo fuerte del discurso político y hacer hincapié en el tiempo débil de la entrelínea, la ga-ffe, el gesto que deschava, es una estrategia que tiene sus pros y sus contras. Producida por Luis Majul y con musicalización de Sergio Pángaro, Yo presidente es una película en la que la discusión, la idea, la retórica política, en suma, están casi ausentes. Al ausentarse es posible prestar atención a lo otro, lo que el discurso político normalmente borra, elimina o disimula.
Este desplazamiento de la palabra al gesto, del discurso ensayado a la contingencia inesperada, de lo que suele disponerse frente a cámara a lo que azarosamente aparece en campo para desorganizarlo, encuentra en la propia película una figura paradigmática, y esa figura es la mosca en la nariz de Carlos Menem. Segundo gran insecto cinematográfico del año, este que viene a posarse sobre el órgano olfatorio del sultán de Anillaco funciona, por un lado, como cita burlona de la avispa aquella que supo inflamar alguna vez su rostro, y por otro recuerda a otra mosca, que meses atrás se paseaba por los labios vaginales de una de las actrices de Porno, de Homero Cirelli. Lo sorprendente, lo revelador no es la mosca en sí (a cualquiera le puede pasar), sino la reacción que ante ella tiene el dueño de la nariz: ignorarla por completo, suponer que lo que está no está, seguir hablando como si nada. Hacerse el boludo, para decirlo mal y pronto.
Frente a su mosca, Menem niega, disimula, miente. ¿Hasta qué punto, entonces, Yo presidente es la comedia de enredos que da la impresión de ser y no el documental político que tal vez sea? Aunque no sea novedad, escuchar a De la Rúa diciendo “Quisiera tener un poco más de sonrisa” o preguntándoles a los entrevistadores si habla demasiado lento, ¿no lo confirma como un inseguro, un dubitativo, alguien que definitivamente no está a la altura de su rol? ¿Y qué de la respuesta que una semioculta Chiche Duhalde pone en boca de su marido, cuando éste no puede contestar una pregunta? Alfonsín haciendo para la foto, sin la menor convicción, el gesto aquel de las manitos juntas; De la Rúa “actuando” que habla por teléfono, sin interlocutor del otro lado; Ramón Puerta comparando su verruga con una que tenía Perón; Eduardo Camaño usando marcadores, abrecartas o pisapapeles para representar con ellos el momento de su asunción, ¿no comunican inmejorablemente la desagradable, molesta, triste certeza de que a nuestros políticos recientes no es precisamente majestad lo que les sobra?
Habrá quien vea, en esta inevitable ridiculización, una trasposición a la pantalla grande del estilo CQC. De lo que se trata aquí no es, sin embargo, de poner en ridículo, celebrando el presunto triunfo con una trompada digitalizada, sino de esperar que el azar, el descuido, el fallido, el disparate, hagan su aparición. Y al aparecer, revelen. Lo cual es enteramente distinto. Una cuestión más peliaguda es plantearse si Yo presidente –cuyos realizadores provienen de la televisión, donde se consagraron con Televisión abierta– no será antes un documental televisivo que uno cinematográfico. El modo en que la película interpela en forma directa al espectador, la manera en que cada entrevistado lo mira a la cara, la unidireccionalidad de respuestas posibles frente a lo que se ve y se escucha, la propia frivolización del tema parecen, en efecto, más propias del lenguaje televisivo que del cinematográfico. Habría que mensurar, en tal caso, si eso le impide a Yo presidente ser una experiencia gozosa, desternillante y reveladora. Se diría que no.
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