CINE › A LOS 76 AÑOS, MURIO AYER EL ACTOR PHILIPPE NOIRET
Actuó en 150 películas, con los directores más diversos. Pero su papel más famoso no lo encontró hablando en francés, y así quedó inmortalizado en la nostalgia de Cinema Paradiso.
› Por Luciano Monteagudo
Es paradójico, pero uno de los actores más emblemáticos del cine francés logró su verdadera consagración internacional con dos películas de origen italiano, en las que aparecía hablando otro idioma, doblado por un comediante anónimo. La imagen de Philippe Noiret –fallecido ayer en París a los 76 años, después de una larga lucha contra el cáncer que no le impidió seguir filmando-– dio la vuelta al mundo arriba de una bicicleta: él era aquel viejo operador cinematográfico de un pueblito de Sicilia capaz de transmitirle su amor por las imágenes en movimiento al pequeño Salvatore, ese monaguillo que de adulto, convertido en un famoso cineasta, volvía en busca del tiempo perdido para encontrar un paisaje de ruinas. Se trataba, claro, de Cinema Paradiso (1988), la película nostálgica y sentimental de Giuseppe Tornatore, por la cual Noiret pasó a ser más popular en Roma que en París. La otra producción italiana que lo relanzó al mundo fue El cartero (1994), versión de la obra teatral del chileno Antonio Skármeta perpetrada por el inglés Michael Radford, en la que Noiret encarnaba a un improbable Pablo Neruda, convertido en celestino del postino Massimo Troisi.
“Italia es un país que adoro, un pueblo formidable, con un público afectuoso como ninguno, respetuoso en el mejor sentido de la palabra”, se alegraba por entonces Noiret, comprensiblemente. Es verdad que en casi medio siglo de carrera, donde filmó la friolera de 150 películas, Noiret hizo un poco de todo: lo bueno, lo malo y lo feo. Pero no deja de ser algo injusto ese éxito tardío, debido a dos películas endulzadas en exceso, en las que ni siquiera se escuchaba su voz y que eran casi las únicas que ayer registraban los cables ante la noticia de su muerte.
Al fin y al cabo, y sin haber adquirido nunca el carácter de estrella –como Alain Delon o Jean Paul Belmondo, por citar a dos de sus contemporáneos, apenas unos pocos años menores que él–, Noiret había probado en el cine francés ser un actor capaz de hacer pareja con divas de la talla de Catherine Deneuve, Romy Schneider y Simone Signoret y de demostrar una versatilidad infrecuente, que le permitía pasar sin transición, y con el mismo rigor, de la tragedia a la comedia. En una y otra, sin embargo, era siempre un poco el mismo personaje, un bon vivant a veces cálido, otras tantas cínico, pero dueño de un discreto misterio, que escondía detrás de una elegancia lacónica, sin ostentación.
Algo de esa personalidad probablemente se haya formado en sus años tempranos en el célebre Théâtre National Populaire, que conducía Jean Vilar y donde a instancias de Gérard Philipe militó entre 1953 y 1960, cuando fue ganado sin reservas por las luces del cine. En 1956 había sido el protagonista de La Point Courte, el primer largometraje de Agnès Varda, y en 1960 fue el tío de Zazie dans le métro, de Louis Malle, pero a pesar de esos comienzos, que coincidieron con los de la nouvelle vague, su carrera nunca estuvo orientada hacia el cine renovador de la “nueva ola”, sino más bien –quizá por su aspecto, que nunca fue moderno sino más bien clásico, maduro incluso de joven– al de la gran industria del cine francés.
Contra los Godard, Rohmer y Rivette de la época, en los años ’60 el nombre de Noiret se vio por el contrario asociado a directores de cuño popular, como Philippe de Broca, Henri Verneuil y Edouard Molinaro. Sus primeras incursiones en el cine internacional fueron papeles menores en La noche de los generales (1967), de Anatole Litvak, y Topaz (1969), de Alfred Hitchcock. Pero para entonces, Noiret ya había conseguido su primer protagónico consagratorio, una película que en su momento fue un éxito insospechado de público no sólo en Francia, sino también en otros mercados, como la Argentina: en Buenas noches, Alejandro (1968), de Yves Robert, Noiret desplegó un extraño carisma y convirtió a su personaje en la encarnación de la libertad que el espíritu de la época reclamaba, aunque en una versión pacífica, inofensiva y para nada revolucionaria. Se trataba de un buen hombre, granjero de pequeño pueblo, martirizado por su esposa gruñona, que un buen día se quedaba viudo y resolvía no trabajar más y vivir permanente en la cama, auxiliado por su perro, entrenado para llevarle regularmente una canasta con vituallas, entre las que no podían faltar el vino y el queso.
Algo de ese espíritu anárquico y sibarita debe haber apreciado Marco Ferreri –el gran iconoclasta del cine italiano– cuando lo convocó para La gran comilona (1973), donde compartió con Marcello Mastroianni, Michel Piccoli y Ugo Tognazzi esa salvaje orgía de comida que no podía sino terminar en la muerte. Allí Noiret era nada menos que el anfitrión, un prestigioso juez harto –como sus amigos– de una vida gris y burocrática y dispuesto a disfrutar hasta el exceso final de los placeres de la cocina y de la carne (allí estaba también la magnífica Andréa Ferréol, como una maestra que ninguna escuela aceptaría como tal).
El pantagruélico Ferreri volvería a convocar a Noiret para Touche pas à la femme blanche (1974), uno de los muchos films malditos del director italiano, que no alcanzó a estrenarse en Argentina. Allí Philippe se reunió nuevamente con Mastroianni, Piccoli y Tognazzi, más Catherine Deneuve, todos interpretando una farsa sobre los orígenes militares de los Estados Unidos, que no tardó en caer bajo censuras varias, entre ellas la de Miguel Paulino Tato, el Catón local. Fue ese año cuando Noiret inició una amistad inquebrantable con quien sería el director más consecuente de su carrera y quien le daría sus mejores oportunidades de lucimiento: Bertrand Tavernier, con quien entre 1974 y 1994 hizo nueve films.
La primera de esas colaboraciones fue precisamente la ópera prima de Tavernier, El relojero de Saint-Paul, donde el carácter solitario, taciturno del personaje adquiría una dimensión particular en la interpretación oscura, profunda de Noiret. En Que la fiesta comience (1975), El juez y el asesino (1976) y Una semana de vacaciones (1980) el dúo probó ser de una extraña, inusual armonía, pero ambos alcanzarían su mejor rendimiento en Más allá de la justicia (1981), una versión muy particular de la brutal novela negra 1280 almas, de Jim Thompson, que Tavernier trasladó a una pequeña aldea africana de la época de la colonia y en la que Noiret no tuvo inconveniente en interpretar a uno de los personajes más siniestros y desagradables de toda su carrera. Y con La vida y nada más (1989), sobre un general francés de la Primera Guerra Mundial que debe recorrer el paisaje yermo después de la batalla, Tavernier le dio la oportunidad a Noiret de ganar por segunda vez el César –el Oscar francés– al mejor actor (la primera vez había sido por El viejo fusil, de Robert Enrico, en 1975).
Por ese entonces, Noiret ya era la figura famosa de Cinema Paradiso y, en el mercado francés, uno de los comediantes más populares con la serie Los repodridos, de Claude Zidi, una comedia policial estilo buddy movie hollywoodense, imbatible en la boletería y de cuya dudosa fama nunca pudo o quiso desprenderse.
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