Mié 27.12.2006
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CINE › UN REPASO DE LO QUE DEJO LA TEMPORADA INTERNACIONAL 2006, LO BUENO, LO MALO Y LAS REGLAS DEL NEGOCIO

Entre el jardín de infantes y los grandes de la pantalla

En una temporada signada por la fragmentación, la escasa apuesta al riesgo y una cartelera que pareció extender las vacaciones de invierno a todo el año, el resumen de lo visto esta temporada deja de todos modos un buen puñado de películas recordables.

› Por Luciano Monteagudo

¿De qué cine estamos hablando cuando hablamos de cine? A la hora de los balances, parecería que ya no basta con dividir el repaso del año entre cine nacional e internacional. Como siempre, por su pertinencia, por su complejidad y aun por sus dimensiones –este año hubo 74 estrenos de películas argentinas, aunque la calidad y la recaudación dejaron bastante que desear– la producción nacional tendrá su balance aparte. Pero cuando se trata de analizar no sólo las tendencias estéticas sino también los modos de exhibición y el comportamiento del público en relación con el cine extranjero que llega a Buenos Aires (hablar en este caso de “el país” resultaría cuanto menos equívoco, considerando que las de Capital e interior son realidades muy distintas) ya no resulta tan simple como en años anteriores referirse al cine en general. Cada vez más, se asiste a una fragmentación de la oferta que determina no sólo la circulación del público sino también la valoración que éste hace de aquello que tiene delante de sus ojos en una sala oscura.

Kindergarten

Por un lado, están como siempre los grandes complejos multisalas, ocupados prioritariamente (no es ninguna novedad) por las superproducciones de la industria de Hollywood. En este sentido, se consolida e incluso aumenta año a año la tendencia al “cine jardín de infantes”: es sencillamente abrumadora la cantidad de películas dirigidas a un público infanto-juvenil, al punto de que se podría llegar a pensar que todo el año son vacaciones de invierno. Esto se refleja de manera evidente en el top ten de las recaudaciones, cuyos tres primeros puestos hegemonizaron La era del hielo 2, Las crónicas de Narnia y Piratas del Caribe, el cofre de la muerte, que sumaron entre las tres más de seis millones de espectadores. En el cuadro de las diez películas más vistas del año también están Cars, Vecinos invasores, X-Men 3: la batalla final y Superman regresa. Y un estreno reciente como Happy Feet: el pingüino no está en esta lista sólo porque tuvo su lanzamiento hace apenas unas pocas semanas, pero su permanencia al tope de las recaudaciones no hace sino confirmar que éste es el cine que hoy por hoy se ve mayoritariamente en el mercado local, durante todo el año. Se trata de un consumo indiscriminado, absolutamente acrítico, que tiene que ver antes con hábitos de entretenimiento familiar (y la salida al multiplex sigue siendo de los más accesibles) que con cualquier idea de experiencia cinematográfica. Por el contrario, la notable película de animación japonesa El increíble castillo vagabundo, del maestro Hayao Miyazaki, no llegó a ingresar en este circuito de consumo precisamente porque no está concebida como un producto.

Regresos

Al “cine jardín de infantes” se le opone a priori un “cine adulto”, que este año estuvo dominado por la figura de Woody Allen, que venía en una pronunciada decadencia y se reconcilió como nunca con el público porteño gracias a Match Point, sin duda su mejor film en mucho tiempo. Con casi medio millón de espectadores (la cifra más alta que haya conseguido nunca una película de Allen en el mercado local), Match Point pareció hablarle directamente al inconsciente colectivo de la clase media argentina a través de la parábola de ese arribista para quien su ambición desmedida y sus crímenes no tienen por qué tener necesariamente castigo.

Otros veteranos que volvieron en plena forma fueron Pedro Almodóvar y Claude Chabrol. Tal como sugiere su título, tan gardeliano, Volver marcó para Almodóvar un regreso a sus raíces más profundas, una reconciliación con el mundo de su infancia, una vuelta a sus orígenes: a su tierra natal manchega, al cine de sus comienzos y a dos de su actrices predilectas, Penélope Cruz y Carmen Maura. Para Chabrol, en cambio, La comedia del poder significó su film más explícitamente político (y más declaradamente feminista) desde La ceremonia, diez años atrás. Una vez más protagonizada por ese hielo ardiente que es Isabelle Huppert (en el que puede considerarse uno de los dúos más emblemáticos de la historia del cine), la nueva película de Chabrol volvió a abrevar en las fuentes más constantes de su cine: las relaciones de clase, las formas rituales de la burguesía, la ambición como motor social y la mediocridad humana como horizonte insondable.

Los hermanos belgas

Si de fidelidad a sí mismos se trata, nadie mejor que los belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne, de quienes durante el 2006 se vieron sus dos largometrajes más recientes y notables: El hijo y El niño, esta última ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2005. Hay una rugosidad, una aspereza en el cine de los hermanos Dardenne que no tiene que ver solamente con el uso de la cámara 16mm al hombro, ni con la inmediatez de su registro o la naturalidad de sus intérpretes, generalmente no profesionales. Esa rusticidad de sus films proviene más bien de la manera de concebir al cine como un campo de expresión de tensiones sociales, de conflictos a los que los Dardenne les ponen literalmente el cuerpo. El hecho de que éstos sean los materiales sobre los que trabajan los Dardenne no implica que haya una mirada paternalista o condescendiente sobre sus personajes. Por el contrario, en el ascetismo de El hijo y El niño, en su desnudez, en su despojamiento formal se refleja también –a la manera del cine de Robert Bresson– un rigor infrecuente en la manera de encarar los conflictos morales que el film tiene por delante.

Conciencia oscura

Otro de los puntos altos de la temporada fue Escondido, del austríaco Michael Haneke. Esa sensación de amenaza, de peligro constante que asalta a los personajes de su película acomete también –por carácter transitivo– al espectador, como si el punto de vista del film no fuera el único y siempre hubiera algo o alguien más observando a aquellos que ven la película, para interpelar sus pensamientos más recónditos. En este sentido, Haneke es quizás el único cineasta capaz de hacerle sentir a quien está sentado en la platea que él no es solamente el sujeto que observa, sino también objeto de la observación del director, como si en la pantalla colocara un espejo.

Aquello que para la familia Laurent (gran trabajo de Daniel Auteuil y Juliette Binoche) es algo ajeno, distante, para el espectador irá cobrando un sentido diferente: descubrir que esa alteridad que los perturba está mucho más cerca (y más adentro) de ese matrimonio de lo que ellos siquiera sospechan. ¿Y si esos videos amenazantes que reciben no fueran otra cosa que la materialización de su conciencia oscura? Que es también la conciencia sucia de Francia. Un viejo episodio de la niñez del protagonista, relacionado con la masacre de unos 200 argelinos que en octubre de 1961 marcharon por las calles de París y terminaron reprimidos y asesinados a orillas del Sena (un hecho que Francia ha hecho todo lo posible por olvidar), es el centro tácito del film. Eso es lo que está “escondido” y a lo que se refiere el título de la película. Algo subyace de aquel momento que es capaz de expresarse de la manera más inquietante, cuarenta y cinco años después. Tuvo que ser un austríaco y no un francés quien viniera a desenterrarlo.

Hollywood para adultos

Con Buenas noches... y buena suerte, George Clooney probó que no es solamente un continuador de la estirpe de Cary Grant, sino también un director sólido y valiente, dispuesto a utilizar su estrellato en Hollywood y su popularidad en la boletería para hacer una película concebida como una acción política. Hacia 1953, la cadena de televisión CBS tenía en el aire un insólito programa de periodismo de investigación conducido por Edward R. Murrow, que fue el primero –y casi el único en su campo– en enfrentar abiertamente la campaña de persecución política emprendida por el senador Joseph McCarthy y su infame Comité de Actividades Antiamericanas. A pesar del clima de intimidación que reinaba en la época y de las presiones que bajaban desde la dirección de la corporación y de sus anunciantes, Murrow y su equipo lograron desnudar las falacias de McCarthy y la anticonstitucionalidad de sus métodos, basados en la mentira y la difamación. Con este material, Clooney –utilizando magníficamente noticieros y materiales de archivo, que incorporó con increíble fluidez al relato– se las ingenió para hacer una lúcida parábola sobre la administración Bush sin siquiera nombrarla.

Por su parte, Flores rotas, la road movie de Jim Jarmusch, propuso una nueva, magnífica actuación de Bill Murray, quizás el único heredero que le quede hoy en día a Buster Keaton, por esa silenciosa capacidad que tiene de causar gracia y, a la vez, transmitir una profunda, indecible melancolía. Su personaje trabaja sobre el vacío, sobre un sentimiento de pérdida, que los sucesivos encuentros con sus ex mujeres –Sharon Stone, Jessica Lange, Tilda Swinton, entre ellas– no hacen sino profundizar. Ese vacío (el hijo ausente, los amores fracasados) es el centro dramático del film, que sin embargo no puede ocultar su ingeniosa estructura de producción: un único actor rodando escenas de un par de días con cada una de las estrellas de las que Jarmusch lo rodea.

Y en el último tramo del año Los infiltrados demostró ser no sólo la mejor película de Martin Scorsese desde Casino, diez años atrás, sino también uno de sus films más personales, mucho más que los delirios de grandeza de Pandillas de Nueva York y El aviador.

Cine como en su casa (pero peor)

Una nueva modalidad se fue imponiendo a lo largo del año en la cartelera porteña: el estreno de films en DVD, en un circuito que quedó informalmente constituido por el Cosmos, el Arteplex Belgrano y el Cineduplex de Caballito, más alguna aparición esporádica del microcine del Hotel Elevage. Por aquí pasaron algunas de las mejores películas del año, pero en las peores condiciones posibles, porque los equipos no están a la altura de las circunstancias y porque finalmente el DVD es un sistema hogareño, no previsto para su utilización en salas comerciales de cine. Esta circunstancia se hizo particularmente evidente en un caso extremo, como fue el de Una pareja perfecta, el exigente film que rodó en París el japonés Nobuhiro Suwa, con una fotografía con más sombras que luces. Pero otros títulos de interés equivalente –entre los que estuvieron Nuestra música, de Jean-Luc Godard; La canción más triste del mundo, de Guy Maddin; Manderlay, de Lars von Trier, y El sabor del té, de Katsushito Ishii– se vieron afectados por las mismas situaciones degradadas de exhibición. El argumento de los distribuidores es que estos films se estrenan así o no se estrenan, porque los costos de importación y tiraje de copias en 35mm son demasiado altos en relación con sus espectadores potenciales. Pero los casi 15.000 espectadores que sumó Tarnation (el extraordinario film en primera persona del singular del norteamericano Jonathan Caouette) hacen pensar también que hay un margen de ganancia suficiente como para ver al menos algunos de estos títulos en las condiciones en que se merecen.

Lejano Oriente

Dos de los grandes títulos del año también se conocieron por afuera del circuito de las multisalas, pero en este caso en copias en 35mm, aunque limitadas a un par de funciones por semana, en el Malba. The World, del chino Jia Zhang-ke, es un film coral que pone en escena las ilusiones y tristezas de un puñado de chicas y muchachos de provincia, la mayoría de paupérrimas áreas rurales, que se ganan la vida como extras o agentes de seguridad de ese enorme mundo artificial, de utilería, hecho de réplicas de los principales monumentos París, Roma, Nueva York, Londres o el Cairo. La ilusión de modernidad y globalización está en el centro del film de Jia, en el que puede considerarse un nuevo capítulo de su obra, dedicada a escribir la historia paralela, no oficial, de la China posterior a la Revolución Cultural. Animación computarizada, mensajes de texto de teléfonos celulares y números de canto y baile se incorporan a la película de Jia con la misma naturalidad con que sus personajes atraviesan las réplicas kitsch de las pirámides de Egipto, la Torre Eiffel o el Vaticano. Pero más allá de ese espejismo de actualidad y cosmopolitismo, una infinita melancolía se apodera de The World: para esos jóvenes chinos (y no sólo para ellos: basta con mirar cualquier esquina de Buenos Aires), el mundo sigue siendo ancho y definitivamente ajeno.

Tropical Malady, del tailandés Apichatpong Weerasethakul, es a su vez un film de una originalidad absoluta, que parte del realismo más puro y duro para convertirse de pronto en una extraña fábula, tan bella como inquietante. Aun en los momentos aparentemente más banales la mirada del director logra ver el mundo con una rara sensibilidad poética. Pero es en la segunda parte cuando esa mirada se magnifica: en la selva se percibe una sensualidad dionisíaca, la noche negra habla de instintos desbordados y la metamorfosis expresa y materializa las pulsiones del inconsciente. Esa es quizás la “enfermedad tropical” de la que habla el título del film: la explosión de los sentidos.

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