CINE › “BORAT”, UNA DESCOSTILLANTE PROVOCACION CINEMATOGRAFICA A CARGO DE SACHA BARON COHEN
El film de Larry Charles es una cabalgata de gags para el recuerdo, un retrato feroz de la Norteamérica de Bush. Eso no diluye su esencia polémica, que provocará más de una discusión.
› Por Horacio Bernades
Pocas películas resultarán tan polémicas como Borat, el segundo mejor reportero del glorioso país Kazajistán viaja a América, tal el título completo en castellano. Y pocas, al mismo tiempo, tan unánimes. Difícilmente haya alguien que no se descostille con esta película destinada a hacer saltar risómetros. Más difícil aún que a la salida no surjan rechazos y adhesiones, tan fervorosos como contradictorios entre sí. Habrá quienes huelan racismo en la pintura que Borat hace de ciertas naciones pobres y atrasadas (más concretamente Kazajistán, de donde se supone que el personaje es oriundo) y quienes juzguen peligrosos los chistes antisemitas que la película despliega en abundancia. Otros podrán molestarse con el negrísimo humor o los chistes escatológicos que son parte esencial de su comicidad, algunos protestarán por el uso de la cámara sorpresa y estarán finalmente los que celebren el modo en que Borat deja a la vista el hueso de una América blanca, retrógrada y reaccionaria: la América de Bush, expuesta aquí y ahora.
Como se sabe, el personaje de Borat Sagdiyev es una creación del humorista británico Sacha Baron Cohen, que tiene 35 años y es de familia judía de clase media. Junto con otras dos creaciones de Baron Cohen (un rapper blanco llamado Ali G; un notero de modas gay llamado Bruno), Borat ganó enorme popularidad en la televisión inglesa y de allí la cosa pasó al cine, con producción de Jay Roach (productor y director de la serie Austin Powers y de La familia de mi novia), guión del propio Baron Cohen (junto con tres colaboradores) y dirección de Larry Charles, un histórico de Seinfeld. “Hi, my name is Borat”, dice el tipo mirando a cámara, con su mostacho ligeramente grouchiano, su pronunciación que recuerda al Rucucu de Olmedo, su enorme sonrisa y su traje gris. Traje que, según dicen, Baron Cohen jamás lavó durante el rodaje, para que sus interlocutores le sintieran el olor. Es que –dato clave para entender cómo funciona la película– una vez llegado a América, el personaje se comporta, en relación con los demás, como si fuera real.
Ese mecanismo permite torcer el modo en que el espectador se relaciona con él, y con quienes lo rodean. Mientras que en la secuencia inicial uno se ríe de Borat y de las costumbres de su pueblito (los chicos juegan con viejas ametralladoras soviéticas, las relaciones familiares se caracterizan por la promiscuidad generalizada, abundan los violadores y se juega un juego llamado “la corrida del judío”, en el que un muñeco narigón funciona como sustituto de los toros de Pamplona), a partir del momento en que el personaje aterriza en el aeropuerto Kennedy, el espectador pasa a reírse de esa gente extraña, hipócrita, racista, prejuiciosa y belicista que habita al norte del río Grande. Si en aquella introducción la película invitaba a gozar al pajuerano (propuesta altamente discutible), en todo lo que queda del film el objeto de escarnio cómico es el yanqui. No toda la población de Estados Unidos, entiéndase, sino sus peores exponentes. Que resultan no ser tan distintos –hete aquí el meollo del asunto– del impresentable kazajo.
Véase si no. Salen muy bien parados un grupo de feministas (Borat queda alelado, al enterarse de que en Estados Unidos las mujeres votan), un pequeño gang de muchachos negros (que le enseñan a hablar y comportarse al modo hip hop, por lo cual a la escena siguiente el tipo entra a un hotel de 5 estrellas con el calzoncillo a la vista) y una obesa prostituta negra (maltratada por un grupo de muy educadas familias blancas sureñas). Lo contrario sucede con un vendedor de armas (intenta convencer a Borat de que el arma ideal para matar judíos es la 9 mm), los miembros de una convención pentecostal (que le arman un numerito histérico de endemoniados y exorcismos express), aquellas familias sureñas (en cuyo baño el hombre defeca, volviendo a la mesa con una bolsita llena de caca) y, sobre todo, los asistentes a un rodeo texano, envidiosos de que en Kazajistán se ejecute a los homosexuales.
En otros casos son el propio Borat y su productor (un gordo increíble llamado Ken Davitian) los que quedan expuestos en su racismo, machismo y misoginia. Esto sucede en el encuentro con las feministas (“¿Por qué esa cara de culo, querida?”, pregunta Borat a la muy respetada Linda Stein) como en la desopilante escena en la que, alojados en casa de un matrimonio judío, los confunden con un par de cucarachas. Desopilante: no hay otra palabra para describir el humor de Borat, que multiplica gags, chistes y escenas cómicas de antología, como pocas películas recientes logran hacerlo. La pelea por todo el hotel 5 estrellas entre Borat y el gordo (los dos en pelotas), el carrito de heladero en el que viajan de costa a costa, el intento de meter a Pamela Anderson en una bolsa (“casamiento al estilo kazajo”) y, sobre todo, la celebración pública de la invasión a Irak en el rodeo texano (“Apoyamos su guerra de terror y sugerimos al señor Bush que beba la sangre de cada hombre, mujer y niño”) son sólo las más memorables de una seguidilla interminable, que puede llegar a provocar una verdadera epidemia convulsiva en cada sala donde la película se exhiba.
Teniendo en cuenta el origen y motivo de esas risas, el estreno de Borat debe considerarse ya uno de los acontecimientos del año, tanto en términos cómicos como políticos.
8-BORAT
(Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit Glorious Nation of Kazakhstan)EE.UU., 2006.
Dirección: Larry Charles.
Guión: Sacha Baron Cohen, A. Hines, P. Baynham y D. Mazer.
Intérpretes: Sacha Baron Cohen, Ken Davitian, Luenell y Pamela Anderson.
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