CINE › LO ULTIMO DE CLINT EASTWOOD Y DE ROBERT DENIRO EN LA BERLINALE
El festival vivió una jornada de revuelo con la proyección de Cartas de Iwo Jima, un film de rara sensibilidad. El buen pastor, dirigida por DeNiro, se interna en el nacimiento de la CIA.
› Por Luciano Monteagudo
desde Berlín
En una ciudad que, como ninguna otra, está atravesada visiblemente por las cicatrices más profundas del siglo XX, el pasado –como objeto de reflexión, como reflejo crítico del presente– siempre ha sido una constante en la Berlinale. Y este año no es la excepción. Al menos en la sección oficial, donde en los últimos días se han sumado varios films de época que iluminan desde perspectivas muy distintas y complementarias ese momento histórico que marcó a fuego la suerte de Alemania: la Segunda Guerra Mundial. A The Good German, de Steven Soderbergh, sobre el turbio reparto de científicos nazis en la inmediata posguerra, ya comentada el sábado pasado en éstas páginas, el fin de semana se agregaron Cartas de Iwo Jima, de Clint Eastwood, El buen pastor, dirigida por Robert De Niro y protagonizada por Matt Damon, y Die Fälscher (El falsificador), del austríaco Stefan Ruzowitzky.
La jornada de ayer quedó claramente hegemonizada por la película de Eastwood, que viene a completar el díptico iniciado por La conquista del honor, su visión del sangriento desembarco estadounidense en la isla japonesa y la utilización política que hizo la Casa Blanca de la famosa fotografía de Joe Rosenthal que inmortalizó equívocamente esa victoria. Ubicada del lado contrario, detrás de las líneas japonesas, Cartas desde Iwo Jima (cuyo estreno en Buenos Aires está previsto para este mismo jueves) ofrece la otra cara del espejo, algo que Hollywood prácticamente nunca estuvo dispuesto a hacer antes. “Sentí que contar la batalla de Iwo Jima solamente desde la perspectiva estadounidense era la mitad de la historia, que tenía que ponerme también del otro lado”, declaró Eastwood en la tumultuosa conferencia de prensa que siguió a la proyección. “Creo que es importante que sepamos quiénes eran esos japoneses, porque en la mayoría de las películas con las que yo crecí, en los años ’40 y ’50, había buenos y malos, héroes y villanos. Pero sabemos que la vida y la guerra no son así y estas dos películas que acabo de hacer no son sobre quién gana o quién pierde. Son sobre el efecto de la guerra en los hombres, sobre todos aquellos que perdieron la vida cuando tendrían que haber empezado a disfrutarla.”
Inspirado en las cartas que el general Tadamichi Kuribayashi le escribía a su mujer y a sus hijos mientras preparaba la defensa de Iwo Jima, donde estaba convencido de que iba a morir, al igual que todos sus soldados, el film de Eastwood es de una rara sensibilidad y de una gran nobleza. El director logra internarse en la intimidad del general japonés y de muchos de sus soldados con una naturalidad que se hubiera creído impensable en un realizador norteamericano. “Traté de ponerme en su lugar, leí mucho sobre el tema, pero sobre todo yo me formé como actor, tratando de entender personajes que no necesariamente pensaban lo mismo que yo y quizás eso me ayudó a comprender otros puntos de vista. Por lo demás, los soldados japoneses que estaban en la isla eran un poco como los nuestros: no necesariamente querían estar en guerra, pero allí estaban”, dijo Eastwood en Berlín, donde con su habitual parquedad prefirió no hacer comentarios políticos referidos a la actualidad y dejar que la película hablara por sí sola. “La hubiera filmado de todas maneras, aunque mi país no hubiera estado ahora en guerra. Es muy difícil hacer comparaciones, pero en todo caso estas dos películas hablan de la futilidad de las guerras y de la condición humana bajo esta situación extrema.”
El caso de El buen pastor, el segundo largometraje como director de Robert De Niro (después de Una luz en la oscuridad, catorce años atrás) tiene más de una similitud o paralelismo con el díptico de Eastwood. Ambos directores se formaron como actores y llegaron a ser grandes estrellas; ambos detrás de la cámara adscriben tajantemente a una narración clásica, sin las estridencias de estilo publicitario que se estilan estos días en Hollywood, y ambos han decidido revisar episodios del pasado de su país para poder pensar mejor el presente.
En El buen pastor (otro inminente estreno porteño, éste para el próximo jueves 22) DeNiro, a partir de un guión de Eric Roth, se interna en el nacimiento de la CIA, la tristemente célebre agencia de Inteligencia de los Estados Unidos. Y si Eastwood es capaz de ver la guerra con Japón a partir de las cartas del general Kuribayashi, De Niro sigue el complejo proceso de “la Agencia” a través de la intimidad de Edward Wilson (Matt Damon), un personaje inspirado en James Jesus Angleton, un estadounidense de bien, aficionado a la poesía de Ezra Pound y T. S. Eliot, que estuvo en el origen de la CIA desde antes aun de que se llamara así, cuando durante la Segunda Guerra Mundial se dedicaba al contraespionaje y se denominaba Office of Strategic Services (OSS) y operaba desde Londres.
Impulsado por su espíritu patriótico, el personaje del film de DeNiro va sacrificando drásticamente su vida personal (su mujer, su hijo) para internarse en un vértigo paranoico que lo convierte en un maestro de ese siniestro ajedrez internacional que fue la Guerra Fría. Autónomo en sus decisiones, dueño de un poder omnímodo y capaz de atravesar distintos gobiernos y políticas, Wilson sin embargo no deja de ser una figura gris, un burócrata de oficina, a quien el film va descubriendo a partir de su peor momento, cuando fracasa la invasión estadounidense a Bahía de Cochinos. Como director, De Niro (que se reserva un pequeño papel en el que demuestra que sigue siendo un gran actor, aunque en los últimos años no haya hecho más que payasadas) prueba ser mucho más interesante que tantos otros que hace años llevan ese título en Hollywood: maneja su tema con propiedad, nunca cae en superficialidades o esquematismos y no le teme a una duración épica (casi tres horas), aunque no todo el material alcance a tener el mismo grado de interés o intensidad.
Otro personaje inquietante que propone la Berlinale es el protagonista de Die Fälscher, un eximio falsificador de billetes durante la República de Weimar, que sobrevivió a los campos de concentración cuando fue reclamado por el alto mando alemán para supervisar la llamada “Operación Bernhard”, que consistía en inundar de billetes falsos Londres y Nueva York, para minar la economía de los países aliados contra el Eje. Entre 1942 y 1945, en el lager de Sachsenhausen, un grupo de 140 prisioneros produjo más de 130 millones de libras esterlinas, aunque fracasaron en la confección de los dólares, porque algunos convictos se animaron a sabotear el proyecto. Cuenta la leyenda que ese falsificador (encarnado de manera un tanto exagerada por Karl Markovics) se llamó Salomón Smolianoff y que terminó sus días –dónde si no– en Buenos Aires, lo que justifica una sobreproducida banda de sonido que incluye casi una decena de tangos interpretados por la armónica de Hugo Díaz. De una u otra manera, Argentina se las ingenia para seguir presente en esta Berlinale.
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