Vie 16.02.2007
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CINE › ARTHUR PENN Y JACQUES RIVETTE PASARON POR EL FESTIVAL

La hora de los veteranos ilustres

Más allá de los flashes concentrados en Jennifer López, el más aplaudido ayer fue Arthur Penn, a quien la muestra reconoció con un Oso de Oro a la trayectoria. Rivette, en tanto, presentó en competencia oficial Ne touches pas la hache, un estupendo film de época.

› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín

¿Qué tienen en común Arthur Penn, Jacques Rivette y Je-nnifer López? Nada, salvo que ayer se disputaron, cada uno por su lado, la atención de los 3800 periodistas acreditados en la Berlinale. Por lejos, la que se llevó más flashes fue Frau López, pero el más aplaudido fue Arthur Penn, a quien el festival le dio un Oso de Oro en reconocimiento a su carrera, que ayudó a cambiar el paisaje del cine estadounidense de los años ’60 y ‘70. Con Bonnie and Clyde (1967), que hizo de Warren Beatty y Faye Dunaway una pareja icónica, y westerns como Pequeño Gran Hombre (1970), con Dustin Hoffmann, y Missouri Breaks (1976), con Marlon Brando y Jack Nicholson, Penn aportó una mirada crítica sobre su sociedad y un criterio revisionista sobre su cine, particularmente sobre el policial y western, dos géneros clásicos de Hollywood.

“Yo venía de hacer televisión y teatro en Broadway y cuando llegué a Hollywood me encontré con una cierta rigidez –recordó Penn, que no aparenta los 84 años que tiene–. Los que veníamos de Nueva York traíamos una nueva actitud, que al comienzo no fue bien recibida, pero durante los ’60 el tradicional sistema de estudios empezó a colapsar y los directores tuvimos una libertad que no habíamos tenido antes y no siempre tuvimos después.” Por supuesto, abundaron las preguntas sobre Bonnie and Clyde (“una película violenta para tiempos violentos”), pero su favorita sigue siendo Night Moves (1975), un policial con Gene Hackman que es quizá su film más valioso y al mismo tiempo uno de sus más subestimados. “Es una película que, sin ser específicamente política, refleja muy bien su época, toda esa culpa que sentía mi generación después de los asesinatos de los hermanos Kennedy y de Martín Luther King”.

El otro veterano que ayer dejó su marca en la Berlinale fue el gran director francés Jacques Rivette, que a los 78 años presentó en competencia oficial Ne touches pas la hache (No toques el hacha), un estupendo film de época inspirado en una novela de Balzac La duquesa de Langeais. Integrante de la llamada “Banda de los cuatro”, que conformaban Godard, Truffaut y Rohmer, Rivette fue uno de los principales ideólogos, el gran doctrinario de aquel movimiento que a mediados de los años ’50 –primero desde las páginas de Cahiers du Cinéma y luego con sus propios films– revolucionó el cine mundial. Ahora, desde un lugar mucho menos visible (su cine casi no tiene distribución fuera de Francia), lo sigue haciendo, con films tan rigurosos como esta tragedia de un amor condenado.

Hacia 1820, el general francés Armand de Montriveau (Guillame Depardieu, el hijo de Gérard) es seducido por una cortesana frívola y coqueta, la duquesa de Langeais (Jeanne Balibar, estupenda), que sin embargo se le niega una y otra vez, lo que enardece a Montriveau y lo lleva a planear una compleja venganza. Será la duquesa entonces quien comience a sufrir el rechazo del militar, hasta despertar en ella la misma enfermiza pasión que marchita a su amado. Quince años atrás, en La bella mentirosa, Rivette ya había recurrido a Balzac, pero de manera más libre, menos literal, casi como una excusa para narrar una historia contemporánea. Aquí, en cambio, el director de Va savoir respeta la época y el ambiente, pero traza el retrato de un psicótico y de una histérica, aprisionados por las convenciones sociales y morales de su tiempo.

El de Montriveau y la duquesa se convierte en un duelo de voluntades, “de acero contra acero”, como dice el propio militar, que hace de Madame de Langeais su oscuro objeto del deseo, el centro de sus maquinaciones. Como siempre sucede en Rivette, todo el espacio fílmico semeja un gran laberinto: los salones, las recámaras, hasta un convento (que recuerda al de La religiosa, su primer film de época, inspirado en Diderot) parecen conectados por extrañas circulaciones, que quizá no sean otras que las de la imaginación de la pareja protagónica. A su vez, la noción de lo teatral, siempre tan presente en el cine de Rivette, aquí se manifiesta a través de los rituales sociales que deben atender los personajes, un medio en el que las maneras lo son todo. Como le advierte a la duquesa un viejo amigo, interpretado con su habitual maestría por el gran Michel Piccoli: “Hay que saber conciliar los intereses con los sentimientos”.

Ese cínico consejo parece haber sido, paradójicamente, el motor de Bordertown, la película de Gregory Nava con la que Jennifer López quiso comprar ayer la buena conciencia de la Berlinale. Inspirada en los casos reales de los cientos de asesinatos no resueltos de mujeres jóvenes en Ciudad Juárez, México (un tema que ya había tratado a fondo el documental Señorita extraviada, de Lourdes Portillo), la ficción de Nava convierte todo el asunto en un teleteatro de la tarde, que provocó risas y abucheos en la función matutina de prensa.

Jennifer es una periodista estadounidense que llega a Ciudad Juárez para cubrir el caso, que en principio no le interesa y le parece ajeno. Pero no bien se reencuentra con un viejo amor, Antonio Banderas, editor de un periódico local que lucha contra la indiferencia y la corrupción, comienza a comprometerse y descubre en sí misma las razones: “Yo podría haber sido cualquiera de esas muchachas”, dice muy seria Jennifer, que de pronto recuerda (en unos flashbacks muy ilustrativos) que ella es hija de inmigrantes mexicanos, adoptada por una familia estadounidense cuando sus padres murieron por darle un futuro, y que debajo de la tintura rubia con que esconde sus orígenes late el corazón caliente de una latina de ley, dispuesta a pelear por su gente.

Es verdad que ya desde los créditos iniciales Bordertown denuncia la situación como producto del Nafta, el tratado de libre comercio entre México y los Estados Unidos que ha convertido a la ciudad en una enorme factoría, donde “los trabajadores son tratados como esclavos”, en palabras de la propia Je-nnifer López. Pero también es cierto que la película apela a todos y cada uno de los lugares comunes imaginables y está filmada como un videoclip de dos horas, que incluye, por ejemplo, sin justificativo dramático alguno, la aparición especial del cantante popular colombiano Juanes, para conseguir algunos espectadores más entre el público latino. Estas objeciones no impidieron, sin embargo, que Amnesty International aprovechara ayer la vidriera de la Berlinale para entregarle un premio por su preocupación por esta causa. Parece que tanto hoy como en tiempos de Balzac todos están preocupados por lo mismo: conciliar los intereses con los sentimientos.

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