Sáb 17.02.2007
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CINE › HOY SE CONOCERAN LAS PELICULAS PREMIADAS EN EL FESTIVAL

Y el Oso de Oro es para...

En una competencia despareja, no es utópico suponer que El otro, de Ariel Rotter, pueda tener una alegría, sobre todo por la labor de Julio Chávez. Jirí Menzel, premiado por la crítica.

› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín

Llegó la hora del juicio final. Presidido por el director estadounidense Paul Schrader e integrado, entre otros, por los actores Gael García Bernal, Willem Dafoe y Mario Adorf, el jurado ya vio todo lo que había que ver en la competencia oficial –a la prensa todavía le falta hoy el pase de Angel, de François Ozon, que llega precedida de rumores elogiosos– y esta noche, en una ceremonia que todos anhelan sea al menos un poco menos institucional que la de apertura, abrumada por discursos políticos, se sabrán los ganadores de la Berlinale 2007. ¿Estará la película argentina, El otro, de Ariel Rotter, entre los films premiados? Es muy difícil decirlo. El concurso fue desparejo, no sólo porque hubo pronunciadas alzas y bajas en la selección, sino también porque Berlín –este año menos que nunca– no logró definir un perfil de cine, darle una identidad a su competencia, decidir qué privilegia, si la expresión personal y el riesgo artístico o la pasarela de estrellas por la alfombra roja.

La especulación acerca de la posibilidad de un premio al mejor actor para Julio Chávez es válida, considerando que no hubo en este rubro –a diferencia del Oso de Plata a la mejor actriz, que tiene varias candidatas, entre ellas Marianne Faithfull, por Irina Palm, y Marion Cotillard por La vie en rose, donde se transforma en Edith Piaf– trabajos definitorios. Y el de Chávez sin duda lo es. Pero el jurado siempre se puede llegar a sentir inclinado por la sobreactuación del austríaco Karl Markovics, protagonista de Die Fälscher, sobre un falsificador de billetes de origen ruso-judío que terminó en el campo de Sachausen trabajando para una gigantesca operación secreta nazi que consistía en invadir los mercados aliados con moneda falsa, para quebrar sus economías.

A diferencia de otros años, donde en la pantalla, a los ojos de todos, se perfilaba claramente un film ganador, o el rumor de los pasillos de la Berlinale permitía inferir algunos premios, esta vez todo es más opaco. Si de grandes películas se trata, allí está la de Jacques Rivette, Ne touchez pas la hache, soberbia adaptación de una nouvelle de Balzac. Pero no faltan quienes aseguran, sin embargo, que el Oso de Oro puede llegar a coincidir con el premio del jurado de la crítica, que ya se expidió ayer en favor de Yo serví al rey de Inglaterra, del veterano realizador checo Jirí Menzel, un sobreviviente de la nueva ola de su país. Su película más significativa siempre fue Trenes rigurosamente vigilados, que en 1968, en coincidencia con la llamada “Primavera de Praga”, le valió el Oscar al mejor film extranjero. A pesar de los tanques soviéticos que pisotearon ese sueño de “un socialismo con rostro humano”, Menzel logró seguir filmado con cierta regularidad y algunas de sus películas llegaron a conocerse en Buenos Aires, en el cine Cosmos: Mi dulce pueblito (1985) y Aquellos buenos viejos tiempos (1989), entre otras, donde miraba el mundo con nostalgia, ingenuidad y una leve ironía. Lo mismo sucede ahora con Yo serví al rey de Inglaterra, la historia de un simpático arribista, aspirante a millonario y bon vivant, que atraviesa todo el siglo XX –nazismo y comunismo incluidos– tratando de disfrutar de los placeres de la vida. No es mucho, pero el aplauso de ayer en el Berlinale Palast pareció confirmarle sus chances.

Más inadvertidas pasaron por la competencia dos películas chinas y una de Mongolia. La menos interesante es Perdidos en Pekín, de Li Yu, una directora mujer, lo que no es muy frecuente en el cine de su país. Pero su crónica de las vidas cruzadas de dos parejas provenientes del interior profundo de China, tratando de sobrevivir en un nuevo orden social –“un país, dos sistemas” parece ahora el motto de la nueva República Popular, que combina socialismo y capitalismo– resulta finalmente superficial. Lo que no impidió que la censura china intentara cortar (no sucedió finalmente) varias escenas de sexo, o donde se alude a la corrupción oficial.

Menos artificiosa, más sincera y sensible es El matrimonio de Tuya, de Wang Quanan, sobre una mujer que debe sobrellevar sola la crianza de su hijo en la lejana frontera con Mongolia, adonde llegan diversos pretendientes para ocupar el lugar de su marido enfermo, que ya no la puede ayudar. La protagonista encarna una forma de resistencia: la de aquellos pastores que no quieren abandonar sus tierras y dejar que, con la creciente industrialización que vive actualmente China, la estepa se conviertan en desierto. Esa pelea es un poco la misma que la del protagonista de Sueño del desierto, de Lu Zhang, la historia de un pastor de Mongolia que planta obstinada, inútilmente, unos árboles allí donde sólo hay viento y arena. Esa soledad (su esposa y su hija han partido a Ulan Bator) se verá alterada cuando el hombre dé albergue a una mujer y su hijo, fugitivos del régimen totalitario de Corea del Norte. Film silencioso, casi mudo, que aprovecha dramáticamente la dificultad de comunicación entre un hombre y una mujer que hablan idiomas diferentes, Sueño del desierto merecería al menos alguno de los muchos premios que se anuncian esta noche.

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