CINE › EN LA COMPETENCIA OFICIAL
En Jardines de otoño, el gran director georgiano, radicado en París, propone un retrato satírico y anárquico de la decadencia europea.
› Por Horacio Bernades
Desde Mar del Plata
El cine europeo, que domina la Competencia Internacional de Mar del Plata, la copó por completo en estos días, presentando la película más reciente de un reconocido autor (Jardins en automne, de Otar Iosseliani), la confirmación de uno de los nombres más interesantes del actual panorama español (Ficción, de Cesc Gay) y una ópera prima italiana, Come l’ombra, de la nativa de Milán Marina Spada.
A sus 73 años, el georgiano Io-sseliani –cuyas películas inmediatamente anteriores, Adieu plancher des vaches! y Lundi matin, se conocieron en Buenos Aires– es uno de esos cineastas cuyo mundo y estilo están grabados como marcas a fuego. El espíritu lúdico y anárquico, el retrato satírico de la décadence europea y el cine como forma del hedonismo son algunas de esas marcas, que reaparecen puntualmente en Jardins en automne. Organizando el relato en esquicios a través de los cuales desfila una multitud de personajes, el protagonista de Jardines en otoño (filmada una vez más en París, donde el realizador reside desde hace largo tiempo) es un ministro de gobierno que, caído en desgracia, deberá reinventarse a sí mismo.
La intercambiabilidad entre las esferas más altas y más marginales de la sociedad y las películas como aluviones zoológicos, pobladas de las especies más extrañas, son otras de las constantes que Iosseliani recupera aquí, en medio de un relato tan descontracturado y juguetón como de costumbre. La influencia del cine de Tati (movimientos coreografiados, diálogos entrecortados, torpezas y tropezones, observados por una cámara distante) se reencuentra una vez más con el absurdo buñueliano, que llega al colmo con el concurso de Michel Piccoli haciendo de ¡mamá del protagonista! La circularidad y la tendencia a la repetición, tampoco ajenas al cine de Io-sseliani, se agudizan aquí, de tal manera que puede verse a Jardins en automne como un simpatiquísimo divertimento de una hora... que se prolonga durante otra hora más.
Mientras Iosseliani da la sensación de estar de vuelta, el catalán Cesc Gay parecería haber alcanzado, a los 40 años, el corazón mismo de su cine. Alex, protagonista de Ficción (o Ficció, para decirlo en catalán), parecería casi un desprendimiento de la anterior En la ciudad. No sólo porque el actor Edouard Fernández aparecía allí, sino porque, viniendo de Barcelona (ciudad natal del realizador, de papel casi protagónico allí) Alex forma parte de la misma intelligentsia que constituía el núcleo humano de En la ciudad. Pero ahora el relato se ha vuelto más personalizado. Por tener un protagonista individual en lugar de un grupo, pero también porque, al ser Alex un director de cine que hace películas muy parecidas a las de Cesc Gay, es imposible no adivinar en Ficción –sean cuales fueran los parecidos y diferencias entre creador y personaje– una fuerte marca personal.
Entre las diferencias más visibles debe observarse que mientras en la conferencia de prensa posterior a la proyección Gay se mostró amable y distendido, su alter ego resulta ser uno de los personajes más sombríos e impenetrables que haya dado el cine en bastante tiempo. Rodeado de gente más vital que él (un amigo interpretado por Javier Cámara, una amiga lesbiana que lucha contra una enfermedad grave, una bonita visitante madrileña), los silencios y la opacidad emocional de Alex llegan a hacerse desesperantes. Sobre todo cuando resulta evidente que entre él y la chica que acaba de conocer “pasa algo”... y sin embargo Alex no permite que pase nada.
Llena de tempos pausados y reconcentrados, dando la sensación de que no hay un solo plano ni escena que dure más o menos de lo que debe y con Nick Cave sumando pesadumbre desde la compactera del auto, Ficción es una de esas películas que no parecen haber sido gestadas por una gigantesca maquinaria industrial sino por una voluntad única e individual: la de su director. Opera prima de Marina Spada, podría pensarse que Come l’ombra aparece marcada por la misma soledad en la que el protagonista de Ficción ha resuelto encerrarse. Pero en este caso no se trata de algo buscado, sino forzado por las circunstancias y el entorno.
Empleada en una agencia de viajes, la treintañera Claudia inicia un atisbo de relación con su profesor de ruso. Pero éste, en lugar de avanzar, le endosa el cuidado de una compatriota que viene de Kiev, y no tiene dónde alojarse. Tras una primera parte centrada en la soledad de la protagonista (a la que la muy industrial Milán, de calles desoladas y desoladoras, le pone algo más que un simple marco), se pasa a una suerte de buddy movie, beneficiada por la oposición de caracteres entre la poco agraciada anfitriona y su circunstancial inquilina ucraniana. Lamentablemente, a la realizadora se le va la mano con los tiempos largos y monótonos. De tal manera, el corto tiempo de la película (menos de hora y media) se vive como si durara casi el doble.
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