Lun 21.05.2007
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CINE › “CHACUN SON CINEMA”, UN HOMENAJE FIRMADO POR 35 CINEASTAS

El dream team en la Croisette

Angelopoulos, los hermanos Coen, Cronenberg, Kiarostami, Kitano, Loach, Polanski y Wenders, entre otros, festejaron los 60 años de la muestra con un film en episodios inspirado en “la sala de cine”.

› Por Luciano Monteagudo
desde Cannes

60 años no se cumplen todos los días, y para celebrar el aniversario el presidente del Festival de Cannes, Gilles Jacob, invitó a varios de sus amigos predilectos a que le hicieran un regalo muy especial, un cortometraje de no más de tres minutos inspirado por “la sala de cine, lugar de comunión por excelencia de los cinéfilos del mundo entero”. Bajo esta consigna, 35 cineastas de cinco continentes llegaron a la Croisette con un paquete bajo el brazo y los reunieron en un largometraje titulado Chacun son cinéma (A cada uno su cine), que ayer en la sala del Grand Théâtre Lumière reemplazó a la torta de cumpleaños. La lista de los nombres involucrados es realmente impresionante y da cuenta del poder de convocatoria de Cannes: Theo Angelopoulos, Olivier Assayas, Bille August, Jane Campion, Youssef Chahine, Chen Kaige, Michael Cimino, Ethan y Joel Coen, David Cronenberg, Jean-Pierre y Luc Dardenne, Manoel De Oliveira, Raymond Depardon, Atom Egoyan, Amos Gitai, Hou Hsiao Hsien, Alejandro González Iñárritu, Aki Kaurismaki, Abbas Kiarostami, Takeshi Kitano, Andrei Konchalovski, Claude Lelouch, Ken Loach, Nanni Moretti, Roman Polanski, Raoul Ruiz, Walter Salles, Elia Suleiman, Tsai Ming Liang, Gus van Sant, Lars von Trier, Wim Wenders, Wong Kar-wai, Zhang Yimou.

Como se sabe, los films en episodios son esencialmente dispares, irregulares por naturaleza, y Chacun son cinéma no podía ser la excepción, con tantas personalidades involucradas, que ayer se abrazaban a la entrada del Palais des Festivals, como esos viejos amigos que sólo se ven para una boda o un funeral. Pero aun así, el film concebido y producido por monsieur Jacob tiene su encanto particular, quizás por la manera en que cada cineasta eligió expresar su fetichismo por las salas oscuras de acuerdo con su propia identidad y su propia cultura. Algunos optaron por el camino de la educación sentimental (Gus van Sant, los hermanos Dardenne, el siempre suntuoso Wong Kar-wai), muchos por el recuerdo nostálgico de un pasado, el de los grandes palacios del cine, que ya no volverá (Hou, Tsai, Angelopoulos, Konchalovski), varios se animaron a introducir el humor y fueron los más festejados (Moretti, Polanski, los Coen, el palestino Elia Suleiman, con un corto auténticamente keatoniano) y otros no pudieron escapar a la autorreferencialidad (Egoyan, Kitano, incluso Lelouch, con un pequeño film personal y sorpresivamente muy sentido).

Los papelones no abundaron, pero los hubo (del egipcio Chahine, del israelí Gitai, del mexicano Iñárritu). ¿Curiosidades bizarras? También (Cronenberg amenazando con suicidarse en cámara, el chileno Raoul Ruiz con un extraño cuento borgeano) ¿Musicales? Claro (el demagógico-folklórico de Walter Salles, un improbable paso de baile de Michael Cimino). ¿Y los favoritos? Cada uno de los espectadores de ayer parecía tener el suyo, pero es difícil no quedar embriagado por la melancolía de ese cine al aire libre en un atardecer de Alejandría que descubre el documentalista francés Raymond Depardon. O no inclinarse por la boutade de Aki Kaurismaki, un director que ha seguido cultivando el corto casi al mismo tiempo que el largometraje y que puso ahora a sus personajes saliendo de una fábrica tristísima para entrar en un cine más triste y encontrarse en la pantalla con... Los obreros saliendo de la fábrica, de los hermanos Lumière.

Mientras tanto, al margen de los festejos, la competencia sigue su curso inalterable. Y aquí también hubo de todo. Film tan pretencioso como fallido, Izgnani, del ruso Andrei Zvyagintsev –que con su ópera prima El regreso, ganadora en Venecia 2002, hizo creer que Tarkovski había dejado descendencia–, no pudo estar a la altura de sus ambiciones, la de una fábula bíblica narrada en un estilo mix que apela tanto a la estética del film noir como a planos que parecen robados a El sacrificio. Menos irritante, pero igualmente anodina, resultó Tehilim, del israelí Raphael Nadjari, que apela a referencias religiosas para intentar leer el caos del mundo contemporáneo. El director venía con buenas referencias (sus films anteriores habían estado aquí en la Quincena de los Realizadores o en el Forum de la Berlinale), pero el consenso de la crítica en la Croisette es que la película está tan desorientada como su personaje, un adolescente que descubre de pronto que su padre ha desaparecido sin dejar rastros.

Un caso aparte es el del coreano Kim Ki-duk. Quizás el mejor producto de exportación que tiene el cine de su país, bien conocido en Argentina (donde Primavera, verano... fue un éxito que llevó al estreno de Hierro 3 y ahora a la inminente El tiempo), Kim llegó ahora por fin a la competencia oficial de Cannes, luego de sucesivos éxitos en la Berlinale y en Venecia. Su nueva película se titula Breath (Aliento) y no puede más que reconocerse que lleva marcadas a fuego las virtudes e incluso los defectos que han hecho de Kim un cineasta inconfundible. Director intuitivo y visceral, Kim suele partir de una idea visual a la que luego le encuentra el desarrollo de una trama. Y eso parece Breath, que narra casi sin palabras la improbable historia de amor de una mujer casada y de un condenado a muerte, que fue su amante. Todo el film parece concebido para que Kim pueda disponer de cuatro encuentros de la pareja en la cárcel, que ella convierte en su último acto de amor, al decorar la celda de piso a techo con motivos alegóricos a cada una de las cuatro estaciones. El de Kim siempre fue un cine primitivo, elemental pero muy poderoso visualmente; es una pena sin embargo que antes hiciera películas subversivas, capaces de provocar a su público (como La isla) y no como ahora, que da la impresión de querer complacerlo.

En todo caso, la película más celebrada en la competencia de Cannes este fin de semana fue, con toda justicia, No Country for Old Men, de los hermanos Joel y Ethan Coen, sin duda su mejor película en años, quizás desde Fargo, una década atrás. Basada en la novela homónima de Corman McCarthy, No Country... recupera un poco el espíritu de Blood Simple (1984), la notable ópera prima de los Coen: un thriller bien negro, ambientado en una escenografía que responde al western y con unos giros del destino que parecen dictados por una tragedia griega.

Corren los primeros años ’80. Un ex veterano de Vietnam, Moss (Josh Brolin), está de caza mayor en el desierto texano, no muy lejos de su trailer, cuando descubre los restos mortales de una salvaje balacera entre traficantes de drogas mexicanos. Lo curioso es que parecen haberse matado todos entre ellos y nadie salvo Moss está en condiciones de llevarse un maletín con dos millones de dólares en efectivo. Claro, detrás de ese botín se pondrá en marcha toda una maquinaria para recuperarlo, que incluye no sólo carteles rivales de la droga sino muy especialmente a un killer brutal y solitario (Javier Bardem), como si el Robert Mitchum de La noche del cazador persiguiera al Walter Matthau de El hombre que burló a la mafia. Que el narrador de esta historia extraña, con cambios de tono y vueltas de tuerca, sea el sheriff del condado (Tommy Lee Jones) le da al relato cierto tono entre épico y melancólico, como si el film se estuviera refiriendo a una época ya lejana, cuando Hollywood todavía era capaz de animarse a hacerles un lugar a estos personajes fuera de norma.

Con una puesta en escena precisa, funcional y elegante, plena de toques de humor absurdo, el nuevo film de los Coen ya se menciona en los pasillos del Palais como un fuerte candidato a los premios. Pero todavía es muy temprano y falta más de medio festival para saber si los Coen van a poder llevarse su segunda Palma de Oro, dieciséis años después de Barton Fink.

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