CINE › “PARANOID PARK”, OTRA ENTREGA NOTABLE DE GUS VAN SANT
El nuevo film del director de Elephant confirma que los estadounidenses vienen bien perfilados en la competencia oficial.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Primero fue David Fincher con Zodiac, después los hermanos Coen con No Country for Old Men y ayer –cuando todavía faltan desfilar los nuevos films de Quentin Tarantino y James Gray– Paranoid Park de Gus van Sant vino a ratificar en la competencia oficial del Festival de Cannes que la del 2007 asoma como una cosecha de primera línea en el cine estadounidense. La nueva película del director de Elephant –Palma de Oro y premio al mejor director en Cannes 2003– vuelve una vez más a ese mundo que él conoce y describe como nadie, el de la alienación adolescente, que viene explorando ya desde los tiempos de Mala noche (1985) y My Own Private Idaho (1991), dos de sus primeras películas, que lo impusieron como un director de un talento fuera de lo común.
Si con Last Days –inexplicablemente inédita en Argentina– Van Sant trajo el año pasado a Cannes una versión libre, una reinterpretación lírica de la muerte de Kurt Cobain, ahora con Paranoid Park Van Sant decide practicar un cine más lineal y directo pero no por ello menos poderoso. Basado en una novela de Blake Nelson ambientada en el mundo de los skaters de Portland, Oregon –la ciudad donde estableció su base de operaciones fuera de Hollywood– Van Sant se mete de lleno en la historia de Alex, un chico de 16 años que en una de sus primeras salidas a Paranoid Park, una pista de skate legendaria entre sus compañeros, se ve involucrado en la muerte accidental de un agente de seguridad ferroviario, que la policía y los medios locales consideran un asesinato.
El mundo de Paranoid Park es familiar, casi el mismo de Ele-phant: el del acné, las gorras de béisbol, los jeans, las barras de chicos y chicas murmurando en los pasillos del colegio, frente a sus casilleros, con los útiles en la mano. Aquí también hay una cualidad casi onírica de la imagen, pero ya no se debe a esa cámara que en Ele-phant parecía flotar sino que ahora Van Sant –con la ayuda del extraordinario camarógrafo Chris Doyle, con quien ya había trabajado en Psycho– utiliza en muchos tramos la textura rugosa pero cálida del Súper 8, que le permite introducirse en la subjetividad de su protagonista. De hecho, el relato lo lleva la voz en off de Alex, que va describiendo no sólo cómo sucedió esa muerte violenta, sino sobre todo sus impresiones de Paranoid Park, sus rituales, sus habitués, sus códigos, mientras la cámara vuela al ras del piso, como si fuera un par de zapatillas con alas.
Aunque siempre fue una constante en el cine de Van Sant, en Paranoid Park los personajes hablan más que nunca con el cuerpo, con el movimiento, “como si fuera una danza”, reconoció el director en la conferencia de prensa que siguió a la proyección del film. ¿Y la banda de sonido? Un collage insólito pero notable, que se articula de manera completamente natural con el lenguaje del film: música concreta, canciones de rockers locales y... fragmentos de la música de Julieta de los espíritus, de Nino Rota, utilizados de manera muy sutil, al punto de que consiguen comentar el mundo de Alex sin necesidad de evocar el cine de Fellini, tan ajeno al de Van Sant.
Si Paranoid Park celebra la belleza y la juventud de los cuerpos, Import/Export –también en competencia oficial– se dedica a denigrarlos, a registrar su utilización mercantil o su decadencia física. El director austríaco Ulrik Seidl es todo un especialista en el tema, como ya lo venía demostrando en Models (Berlinale 1999) y particularmente en Hundstage (premiada en la Mostra de Venecia 2001). Aquí en Import/Export, tal como sugiere su título, narra dos historias paralelas: por un lado, el de una madre soltera ucraniana que decide probar suerte en Viena y, por otro, el de un desempleado austríaco que llega a Ucrania con la improbable misión de vender material de descarte para bares y hoteles. Sus vidas nunca se cruzan, pero expresan la misma desesperanza, la misma miseria, la misma humillación. Son jóvenes y pertenecen a la clase prestadora de servicios, aquella que integra los ejércitos de prostitutas, de personal de limpieza y guardias de seguridad. Sus cuerpos son explotados por el sistema, que luego los descartará, como a esos viejos arrumbados esperando la muerte que Import/Export descubre en el hospital de Viena en el que termina trabajando Olga.
No puede negarse a Seidl –que viene entrenado por el cine documental– su ojo clínico para ubicar la cámara, la elocuencia de sus planos generales, la facilidad con que trabaja con actores no profesionales en situaciones extremas. La duda que persiste siempre en su cine, en todo caso, es hasta qué punto él como director no cae en el mismo vicio que denuncia: el de la explotación de los cuerpos, el de la venta de la pobreza como mercancía artística.
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