CINE › DOS FILMS BIEN DIFERENTES EN COMPETENCIA
La selección oficial tuvo ayer dos facetas muy distintas con Stellet Licht, del mexicano Carlos Reygadas, y Death Proof, de Quentin Tarantino.
› Por Luciano Monteagudo
desde Cannes
Si hay algo que caracteriza al Festival de Cannes es la fidelidad hacia sus “abonados”, como se los conoce irónicamente en el Palais. No se trata solamente de los grandes nombres, aquellos que vuelven una y otra vez a la competencia –Van Sant, los hermanos Coen, Emir Kusturica–, aunque ya hayan ganado una y hasta dos veces la Palma de Oro. Históricamente, una vez que ha hecho sus apuestas, el festival sostiene la carrera de un director, ofreciéndole un lugar a cada una de sus películas, a medida que su obra va creciendo. Es el caso del mexicano Carlos Reygadas, apropiado por Cannes desde su primer largometraje, Japón, que tuvo su estreno mundial en el Festival de Rotterdam de 2002, pero que alcanzó su verdadera repercusión internacional recién cuando unos meses después pasó por la Quincena de los Realizadores de Cannes. Tres años atrás, Reygadas volvió al festival, pero ya en la liga mayor, en la competencia oficial, con Batalla en el cielo, un film pensado para provocar y que ciertamente no pasó inadvertido en La Croisette, aunque quizá por las razones equivocadas, como si un par de escenas de sexo explícito hubieran logrado opacar los verdaderos momentos de gran cine que tenía esa película ciertamente irregular pero reveladora del talento del director mexicano.
Como si quisiera desmentir la fama que él mismo se labró (Japón también tenía su momento de sexo–shock), Reygadas volvió ayer una vez más al concurso de Cannes con su nueva película, Stellet Licht, rodada con el mayor de los pudores en el seno de una religiosa comunidad menonita radicada en el estado de Chihuahua, México. El film todo –como su título, que significa “Luz silenciosa”– está hablado en un dialecto germánico cercano al holandés medieval y al flamenco, que es el que utilizan estas comunidades agrícolas tradicionales, alejadas del mundo del consumo contemporáneo (no utilizan ni teléfono ni energía eléctrica) y con un escaso contacto efectivo con los nativos. Con malicia, se podría pensar que Reygadas –sin salir de su país– cambió el exotismo mexicano por el exotismo menonita, como una forma de responder, también, a la idea de “identidad nacional” que el director por cierto rechaza. Pero aun considerando esta posibilidad, tan afín a la excentricidad de su cine, debe decirse que hay bastante más que eso en su nueva película, dos horas y media de relato que el propio Reygadas resume muy bien en dos frases: “Johan y su familia son menonitas del norte de México. Contra la ley de Dios y del hombre, Johan se ha enamorado de otra mujer”.
Es cierto, en términos apenas de anécdota, poco más que eso hay en Stellet Licht, pero en el lento transcurrir de los trabajos y los días, en la manera serena pero grave con que Johan se enfrenta a su problema de conciencia, en ese silencio luminoso que efectivamente acompaña a cada uno de los vértices de esta tragedia (que también incluye a Esther y a Marianne, conscientes del peso que carga Johan en su alma, como una penitencia), el film alcanza a transmitir muy bien la agonía y el éxtasis de su protagonista.
Recortada contra la belleza fría e inmutable de la naturaleza –la imagen y el sonido del film hacen del sol, el viento, la lluvia presencias determinantes– están las pasiones de los hombres, que Reygadas aprovecha para exponer de manera muy cruda pero al mismo tiempo austera, con la misma callada desnudez con que se expresan sus personajes. Johan quiere detener el tiempo, volver a ser feliz con su esposa y sus hijos como cuando no se había enamorado de otra mujer, volver a sentirse parte del mundo, pero el fatum actúa por él y por los suyos. A medida que avanza Stellet Licht se percibe más y más la influencia del maestro danés Carl Theodor Dreyer, en el tema, en los personajes, en los encuadres. Y para cuando llega una crucial escena final es imposible no pensar en Ordet (1954), la única película de la historia del cine que se atrevió a filmar un milagro, capaz de conmover incluso a los no creyentes. ¿Por qué Reygadas –más allá de su elevada idea de sí mismo como cineasta– vuelve ahora a Dreyer y prácticamente reescribe uno de sus films más famosos? Es un enigma, pero debe reconocerse que no lo hace nada mal, por cierto.
Como si Cannes hubiera querido equilibrar la balanza y pasar de los elevados dilemas del alma a la más prosaica cultura popular, ayer también llegó a la competencia oficial Death Proof - A Grindhouse Film, la nueva película de Quentin Tarantino, en un montaje realizado especialmente para el festival. Sucede que en los Estados Unidos el film de Tarantino tiene una duración menor y se acaba de estrenar en tándem con Planet Terror - A Grindhouse Film, de Robert Rodríguez, a la manera de los dobles programas de cine clase B de los viejos cines de barrio de los años ’70. Pero a Cannes, Tarantino trajo solamente su propia película, que comienza como una brutal slasher movie de ésas que mostraban descuartizamientos varios, y sigue como una de persecuciones y rompecoches a la vieja usanza, con citas explícitas a Carrera contra el destino/Vanishing Point (1971), de Richard Sarafian, como el Dodge Challenger preparado que aquí vuelve a ser protagonista.
El lazo entre ambos episodios es Stuntman Mike (Kart Russell), un doble de riesgo especializado en choques de automóviles, a quien tantos años de accidentes y adrenalina lo han convertido en un auténtico asesino serial, que utiliza su Chevy negro adornado por una inmensa calavera para estrellar de frente autos repletos de chicas en sus noches de juerga. Pero Mike no tardará en encontrarse con unas rivales a su altura, dos morochas y una rubia de cuidado que también tienen su mismo oficio y que le dan pelea a 200 km por hora en las rutas del Midwestern. Claro, tratándose de Tarantino no toda la película son carreras y más de la mitad del metraje va preparando su tensión –como sucedía en Pulp Fiction– con unos prolongadísimos diálogos donde los personajes discuten banalidades y groserías... hasta que pisan el acelerador y sólo hablan los motores. Es allí donde Tarantino se luce realmente, porque filma esas carreras como se hacía antes: sin efectos especiales, apelando a la destreza de los pilotos, a la temeridad de los técnicos y a la planificación del montaje, que convierte a Death Proof en un auténtico ballet mecánico.
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