Vie 25.05.2007
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CINE › EN EL DIA DE “OCEAN 13”, SOKUROV PRESENTO SU NUEVO FILM, “ALEXANDRA”

Guerra chechena... y fotográfica

El film del director ruso aborda el tema de la ocupación rusa. El de Soderbergh desató un aquelarre de reporteros graficos.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

El chiste que ilustra diariamente la primera página de la publicación Le Film Française expresó ayer muy bien la situación: un reportero gráfico yace todo vendado en la cama de un hospital; a su lado, sus compañeros de Fotógrafos sin Fronteras le preguntan muy preocupados: “¿Dónde te pasó? ¿En el Líbano, en Afganistán?”. Y el pobre hombre responde: “No, en Cannes, en la sesión de fotos de Ocean 13”. Claro, no era fácil conseguir un lugar en la primera línea de fuego para fotografiar a todo el elenco de la nueva película de Steven Soderbergh, que ayer tuvo aquí en el Grand Théâtre Lumière su première mundial, fuera de competencia. Con unas sonrisas que pretendían rivalizar con el sol de la Costa Azul, allí estaban George Clooney, Matt Damon, Brad Pitt, Ellen Barkin, Elliott Gould y Andy García, que de un solo golpe le resolvieron la figuración mediática del día al Festival de Cannes.

La película de Soderbergh –continuación de la saga de La gran estafa y La nueva gran estafa– caerá como un blitzkrieg a partir de junio en toda Europa (en Argentina se conocerá recién en agosto, con el título Ahora son trece) y la Warner aprovechó la vidriera de Cannes, en el que parece haber sido este año la única concesión del festival al gran espectáculo de Hollywood, al que en años anteriores fue tan afecto. De hecho, en la competencia oficial, el director artístico Thierry Frémaux no pudo haber puesto ayer, uno detrás de otro, un film más distante en forma y espíritu: Alexandra, la nueva realización del ruso Alexandr Sokurov.

A diferencia del elenco de Ocean 13 (y de Martin Scorsese, que ayer fue el protagonista en la Salle Debussy de una charla que el festival da en llamar “La lección de cine”), el realizador de El arca rusa –en competencia en Cannes 2002– no pudo llegar a la Croisette por problemas de salud, que incluso hicieron temer que la película no estuviera lista a tiempo. Pero para compensar su ausencia, el film habló por él, con esa voz grave pero serena, como un susurro, que le es habitual.

La Alexandra del título es una abuela rusa (interpretada por la legendaria cantante de ópera Galina Vishnevskaia) que llega a una distante guarnición del ejército ruso en Chechenia para visitar a su nieto, un oficial considerado por sus pares como un soldado ejemplar. Ha conseguido un pase especial y de pronto –como en los films de la caballería de John Ford– se encuentra en un mundo extraño, hecho sólo de militares, de armas, de uniformes. “Huelen como hombres, pero parecen niños”, reflexiona Alexandra, cuya figura parece encarnar la idea de la Madre Rusia. Y recorre no sólo las sucias barracas, sino también la población cercana, donde conoce a una abuela chechena de su edad, con quien entabla un diálogo vedado a los soldados, que integran un ejército de ocupación.

En un film que como nunca antes en Sokurov parece dirigido a los sentidos, por la materialidad que consiguen expresar sus imágenes y sonidos, se encuentra sin embargo en su centro una cuestión política delicada, que le valió a Alexandra tantos aplausos como silbidos en la función matutina de prensa. Como en su documental Voces espirituales (1995), donde Sokurov viajó al frente de combate, la guerra propiamente dicha está siempre fuera de cuadro, sólo se ve la retaguardia, ese teatro de operaciones en bambalinas. Pero el hecho de que esa mujer que encarna la idea de la Rusia profunda de pronto se suba con su nieto a un tanque o empuñe un fusil Kalachnikov pueden hacer pensar que el director no condena la intervención militar de su país en Chechenia, donde desde 1991 murieron más de 50.000 civiles. “Yo sé del terrible precio que la República Chechena pagó por la paz, sé de los muchos crímenes y los sufrimientos que la guerra ha causado a su gente –afirmó Sokurov desde una declaración escrita que llegó a Cannes–, pero la guerra ha terminado y debemos volver a encontrarnos y respetar mutuamente los sacrificios que hemos hecho. Mi película es una ficción, no un acto político. Y trato de buscar maneras de que la gente se vuelva a unir.”

Contra esa búsqueda de armonía que propone el film de Sokurov se enfrenta Secret Sunshine, la película en competencia del coreano Lee Chan-dong. El director de Peppermint Candy (2000) y Oasis (2002) –que hasta hace poco fue ministro de Cultura de su país, en coincidencia con el apogeo del Nuevo Cine Coreano– vuelve a sus personajes extremos, golpeados en lo más profundo por una tragedia. Aquí se trata de una joven viuda, que luego de la muerte de su marido se radica en una pequeña ciudad de provincia con su pequeño hijo. Poco a poco, no sin dificultades, comienza a integrarse a la comunidad, hasta que –en uno de los sorpresivos cambios de tono que tiene el film– su hijo es secuestrado y luego encontrado muerto. Agnóstica convencida, esa mater dolorosa –la segunda de la jornada de ayer en Cannes– cree perder sus sentidos y, en su desesperación, se deja arrastrar al interior de un grupo cristiano de oración, que la adopta como si fuera su mascota. Pero una vez allí, su reacción será aún más violenta y se rebelará no sólo contra la hipocresía de esa forma provinciana de la religiosidad (que la envuelve en cantos y plegarias vacías), sino contra el propio Dios, al que comienza a imprecar, por si llegara a estar allí.

Hay una visceralidad, una furia en el film de Lee Chang-dong que no es frecuente en el cine de hoy y que solo puede asociarse a algunos films de Rainer Fassbinder o Werner Herzog de los años ’70. Al mismo tiempo, sin ser un film “de actores”, en la medida en que no está construido para ellos, Secret Sunshine le permite a Jeon Do-yeon (una de las figuras más populares del cine coreano actual) ofrecer un retrato en carne viva de esa mujer escindida entre el cielo y el infierno, que muy probablemente le valga el premio a la mejor actriz.

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