CINE › “TRANSFORMERS”, UN PRODUCTO HASBRO
El consorcio de juguetes, asociado a Steven Spielberg, encargó la versión cinematográfica de la jugosa licencia al especialista en superproducciones aparatosas Michael Bay, que hizo un ballet mecánico con ruido a lata.
› Por Horacio Bernades
TRANSFORMERS
EE.UU., 2007.
Dirección: Michael Bay.
Guión: Alex Kurtzman y Roberto Orci.
Fotografía: Mitchell Amundsen.
Intérpretes: Shia LaBoeuf, Tyrese Gibson, Megan Fox, Kevin Dunn, Bernie Mac, John Turturro y Jon Voigt.
En el principio fue el chiche...
... Y después vinieron los comics, los dibujitos de la tele, el largo animado, los videogames. Ahora, finalmente... ¡¡¡TRANSFORMERS, LA SUPERPRODUCCION CON ACTORES!!! Tal vez sea el atronador vozarrón que se oye al comienzo, contando el Génesis de los robots-con-capacidad-de-autotransformarse (como si de la propia voz de Dios se tratara), el que mueve a narrar en tono bíblico el recorrido de estos superseres mecánicos, a través de la cultura pop del último par de décadas. Pero no fue el Señor sino un simple consorcio de juguetes Su Creador: la firma Hasbro, detentataria de una licencia cuyas acciones se ven ahora elevadas a los cielos, gracias a la millonaria versión cinematográfica. Producida por el mismísimo Steven Spielberg y dirigida por el Especialista en Superproducciones Aparatosas Michael Bay (Armaggedon, Pearl Harbor, La isla), sólo en la semana de estreno (y sólo en Estados Unidos) Transformers recuperó su costo, tan gigantesco como el tamaño de estos colosos de hierro. Colosos que, como Hollywood en su conjunto, miran a la humanidad desde arriba.
Nueva expresión del largo romance del cine con el gigantismo, Transformers se inicia en un paisaje desolado y mineral, para bajar enseguida a la Tierra y encontrarse con unos bichos de cerebros tan herméticos como el de un robot: un grupo de marines estadounidenses, estacionados en Qatar. El recorrido parecería condensar la mutación sufrida por los transformers: esta vez, esa suerte de incesante catch o ballet mecánico al que estas bestias de veinte metros suelen entregarse tiene lugar, a diferencia de las encarnaciones anteriores, en medio de un paisaje humano. Si así puede llamarse a la geografía de bases militares, aviones presidenciales, barrios residenciales y high schools en que la película de Michael Bay se asienta. Humanizar lo que hasta ahora era puramente mecánico: no puede decirse que los productores de Transformers ignoren qué le gusta ver al público en una pantalla grande y qué no.
Hay un primer desastre ocasionado en el desierto por un helicóptero devenido robot asesino, un intento de magnicidio a bordo del Air Force One (llevado a cabo por un grabador casero, convertido en robotito de aluminio) y, finalmente, un desembarco general de las bestias mecánicas, en una ciudad que si no es Los Angeles se le parece muchísimo. Allí se sabrá lo que los fans no ignoraban: existen dos razas de Transformers (¡acertó: los buenos y los malos!) y ambas han bajado a librar sus combates en la Tierra, como quien tira alegremente la basura en el patio del vecino. Si de símiles políticos se trata, allí están los marines reforzando el batallón de héroes terrestres y los chistes racistas descargados en rápida sucesión sobre bolivianos, iraquíes y paquistaníes, para recordar que –por más que haya aquí una amistad entre un joven y un robot de grandes dimensiones– esto no es El gigante de hierro, largometraje de Brad Bird donde sucedía algo parecido, pero con el FBI como los malos. Acá, el malo es el otro, el de afuera, el que nos quiere invadir: algo más en línea con la ciencia ficción patriotera de Día de la Independencia.
Síntoma del cambio de público, si hay una diferencia con aquella película de Roland Emmerich (y con Godzilla, del propio Emmerich, a la que el tramo final recuerda) es que aquí el protagonismo es casi exclusivamente juvenil y se ha puesto particular esfuerzo en el humor, con chistes y gags tanto o más mecánicos que los verdaderos protagonistas de la película. Porque está claro que, por más que se haya querido darle rostro humano a esta épica metalera, los que se roban el show no son Jon Voight o John Turturro –únicos veteranos en un elenco casi exclusivamente integrado por jóvenes debutantes– sino los autobots, así llamados por su capacidad de autotransformación. Son justamente las mutaciones de una cosa en otra, así como la integración de lo digital con lo “real”, lo que le da a Transformers sus únicas, aunque nada despreciables, dosis de asombro. Un ejército de animadores y montajistas se lleva las palmas, con autos que se convierten en robots antropomórficos, robots que en un abrir y cerrar de ojos viran a 4 x 4 y camiones con acoplado súbitamente devenidos monstruos asesinos.
Si a lo largo de poco más de hora y media la película intenta llevar adelante una trama más o menos convencional, la última parte dice ma..., sí y se convierte en el paraíso del rompecoches, con transformers buenos y decepticons (los malos) abollándose de lo lindo durante unos buenos 45 minutos. El volumen al mango, qué otra cosa sino toneladas de heavy metal podían atronar desde los parlantes. No iban a poner a Enya, ¿no?
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