CINE › “BOURNE: EL ULTIMATUM”, DE PAUL GREENGRASS, CON MATT DAMON
Vuelve el más hamletiano de los espías con licencia para matar, Jason Bourne, un boy scout traicionado en su buena fe, obligado por el sistema (¿como los marines de Irak?) a convertirse en killer, pero dispuesto a no darle tregua a su conciencia. Mientras tanto, la acción no cesa ni un minuto.
Dirección: Paul Greengrass.
Guión: Tony Gilroy, Scott Z. Burns y George Nolfi, basado en la novela de Robert Ludlum.
Con Matt Damon, Julia Stiles, David Strathairn, Joan Allen, Scott Glenn, Albert Finney.
Jason Bourne es el más hamletiano de los agentes secretos. Ya en la primera película de su trilogía, Identidad desconocida (2002), se preguntaba quién era, por qué hacía lo que hacía, de dónde había salido y hacia dónde iba. Esos cuestionamientos existenciales –que no le impedían seguir ejerciendo su profesión– no lo abandonaron en La supremacía Bourne (2004) y ahora se profundizan en Bourne: el ultimátum, que promete ser la última película de la serie (aunque su inmediato éxito a escala mundial puede perfectamente hacer tambalear esa promesa). Esta máquina de matar imaginada por el autor de best sellers Robert Ludlum ha venido corriendo una carrera contra el tiempo los últimos cinco años: obligado a escapar del sistema que lo creó y que –a causa de sus dudas metafísicas– está decidido a eliminarlo, Bourne considera que la mejor defensa es el ataque. Uno a uno han ido cayendo aquellos que pretendían seguir manejándolo a control remoto. En el camino, también él sufrió pérdidas (su novia María, caída en acción), pero Bourne está decidido a ir hasta el fondo: ésa es la meta de The Bourne Ultimatum. No es tanto una cuestión de venganza como, en definitiva, de volver a la escena primaria, a la pérdida de la inocencia, que aquí ya se revela parcialmente en los minutos iniciales del film, en esos vagos recuerdos que lo acosan como pesadillas (similares a la de los marines que combaten en Irak seguramente) y que remiten a unas escenas de tortura equivalentes a las que hicieron famosa a la prisión de Abu Ghraib.
Todo en la nueva película de Paul Greengrass tendrá el mismo carácter indefinido de esas imágenes, rápidas, borrosas, tambaleantes, como robadas a la cámara de un teléfono celular. Desde el comienzo, el ritmo de film se propone vertiginoso, trepidante. El prólogo es –un poco a la manera de las viejas películas de James Bond– el fragmento de otra misión, la culminación de una aventura de la cual no se ha visto el inicio. Pero ya la primera situación verdadera de la película –que arranca en Moscú y sigue por Turín para hacer su primera escala de importancia en Londres– es un tour de force de esos que habitualmente en las películas de acción se reservan como corolario. En la atestada Waterloo Station, probablemente una de las estaciones de ferrocarril con más tránsito de pasajeros en todo el mundo, Bourne intenta hacer contacto con un periodista de The Guardian que tiene información sobre su pasado, que puede ayudar a reconstruir su identidad perdida. Pero la CIA, desde su comando a distancia en Estados Unidos y con decenas de agentes en el campo de batalla, no sólo trata de impedirlo, sino también de eliminarlos. Es uno de los mejores momentos del film, un ejercicio soberbio de planificación, montaje, movimiento de personajes y extras.
El problema con Bourne: el ultimátum es que cuando la película intenta sostener esa espectacularidad durante la hora y media siguiente no tiene demasiados problemas en conseguirlo (la persecución en Tánger es casi igualmente buena), pero al mismo tiempo se revela como un puro mecanismo, una serie de engranajes perfectamente aceitados que ocluyen toda posibilidad de reflexión por parte del espectador. Pareciera que en la película de Greengrass un plano no puede durar más de diez segundos porque no podría sostenerse, que no hay una pausa porque se revelaría la insustancialidad de su relato, que no existe una auténtica relación entre los personajes porque los diálogos revelarían su inconsistencia. Se trata entonces de entregarse simple, mansamente al vértigo por el vértigo mismo.
Esa carrera, sin embargo, tiene algunas características que no son frecuentes en el cine de Hollywood. En principio, se da por sentado que la CIA es capaz de matar abiertamente y sin cuestionamientos a un periodista o a cualquier civil que le resulte molesto o peligroso. La paranoia es el estado del alma de Bourne y de todos los que se cruzan en su camino: el enemigo acecha en cualquier rincón del planeta, las llamadas telefónicas pueden ser rastreadas e interceptadas inmediatamente a miles de kilómetros de distancia, la infinidad de cámaras de vigilancia que nos miran son herramientas del poder central al servicio de agencias de inteligencia y no de la seguridad de los ciudadanos. Y la traición, claro, está a la orden del día. Las luchas por el poder en la CIA que plantea Bourne: el ultimátum no son otra cosa que viejas, prosaicas rencillas de oficina, pero elevadas a una escala apocalíptica, donde en vez de robar una silla lo que se quita es directamente la vida.
Y las mujeres... Bourne no tiene mucha suerte con ellas. María (Franca Potente) terminaba en la película anterior como “daño colateral”. Acá reaparece la fiel Nicky (Julia Stiles) y no puede sino ayudarlo, pero debe apartarse de su camino, para no terminar como María. También está Pamela Landy (Joan Allen), su superior en la Agencia, que parece la única allí que quiere a Bourne vivo. Todas, cada una a su manera, son seducidas por ese killer con cara de niño bueno, de boy scout traicionado en su buena fe, capaz de despertar sus más dormidos sentimientos maternales.
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