CINE › “ADICTOS AL SEXO”, DE JOHN WATERS
Cómo una señora reprimida se convirtió en una sexópata
El estadounidense, todo un prócer del cine guarro, dibuja una fantasía que, en tiempos de Bush, es casi cine de barricada.
› Por Horacio Bernades
“Destruyan a los neutros”, grita, sacada, Caprice Stickles, a quien sus mastodónticas tetas le han ganado, en los peores piringundines de Baltimore, el merecido mote de Ursula Ubres. Los neutros son, en el lenguaje de la chica y del film, los normales, los pacatos, los cruzados de la moral y las buenas costumbres, muy alarmados porque en la ciudad la gente se entrega a sus más bajos apetitos. Farsa chancha y libidinosa, Adictos al sexo es también la crónica de un enfrentamiento moral e ideológico, contada desde el punto de vista de aquellos cuya única moral es la que les imponen las hormonas. Todo lo cual la convierte, en tiempos y tierras de Bush, en un film de barricada. De allí que, para estar a la altura de su lenguaje y teniendo en cuenta el carácter de película de choque, en la Argentina bien podría rebautizársela La hora de los ortos.
Llama la atención que sea éste el primer film de John Waters que se estrena en la Argentina, tratándose de un realizador que filma desde hace más de treinta años y cuyo “arte” es uno de los más reconocibles del cine contemporáneo. Debe ser por eso que clásicos trash y contraculturales como Pink Flamingos, Female Trouble o Polyester sólo circularon aquí de modo clandestino y que recién en los ’90, con el auge del video, pudieron conocerse las cuatro más recientes: Cry-Baby, Mamá asesina serial, Pecker y Cecil B. Demented. Su opus Nº 12 y un Waters auténtico, Adictos... se coló en la cartelera porteña casi de lástima. Primero se anunció en video y más tarde se supo que se estrenaba una única copia (¡!), que es la que sale ahora, en estado no precisamente impecable, en una sala del Hoyts Abasto.
En Adictos..., Waters retoma la idea que atraviesa su obra, la de que la plena libertad sexual sigue siendo una utopía a alcanzar, una causa por la que vale la pena hacer cine. En el mundo Waters, esa libertad significa libertinaje absoluto, desenfreno sin barreras, un despliegue completo de lo que la moral conservadora considera guarradas y perversiones. Como todas sus películas, A Dirty Shame transcurre en Baltimore, ciudad natal de Mr. Waters y territorio donde libra sus batallas cinematográficas. La primera toma deja ver (y oír) cuáles son los signos que definen ese territorio, el de la América blanca y reaccionaria: la falsa paz de sus calles, el chalecito, una canción estilo Paul Anka y los huevos y hamburguesas del desayuno que prepara Mrs. Strickles (Tracey Ullman).
Que para Sylvia Strickles el sexo es una molestia, se nota en cuanto saca carpiendo a su marido, que volvió del trabajo ligeramente alzado (Chris Isaak, miembro estable de la escudería Waters). Sólo por accidente podría curarse Sylvia, y un accidente va a poner patas arriba su vida y la de Baltimore. Parodia y homenaje a las más berretas películas de ciencia-ficción, la fábula de Adictos... presupone que, con recibir un golpe en la cabeza, el animal humano se convertirá en bestia sedienta de sexo. Lo cual, en el mundo Waters, es lo mejor que te puede pasar. Bastará que a la reprimida ama de casa le llueva un cascotazo para que corra a practicarle una fellatio al más cercano. Y el más cercano resulta ser Ray Ray (el desaforado Johnny Knoxville), dueño de una gomería y mucho más que un predicador del sexo. Ray Ray es un verdadero Mesías del sexo, con poderes y todo –incluida la capacidad de elevarse en el aire– y rodeado de doce apóstoles del descontrol.
Los apóstoles cultivan el estilo homo-oso (la peluda y fornida familia Bear es memorable), la coprofilia, la excitación con la mugre, la contemplación de las tetas de Caprice o la regresión a la cuna que le da al sheriff. A partir de su aparición, Baltimore se convertirá en zona de guerra, incluyendo la resignificación del “Eje del Mal”, que es aquí la línea que une el cerebro y los genitales. Audaz inversión del mito cristiano, declaración de hostilidades que se extiende a los políticamente correctos y divertidísimo zafarrancho, como todos los títulos de Waters Adictos... cultiva un feísmo entusiasta, está llena de hallazgos musicales popcincuenteros y no carece de reiteraciones y bajadas de puntería. Hasta el punto de que, durando 89 minutos, los últimos 15 se hacen casi eternos. Aun así, si el espectador que se relaja y goza disfrutará de lo más parecido a una festichola que el cine contemporáneo puede dar. Una festichola que termina como debe: con un chorro de semen bañando la pantalla.
7-ADICTOS AL SEXO
(A Dirty Shame) EE.UU., 2004.
Dirección y guión: John Waters.
Fotografía: Steve Gainer.
Música original: George Clinton.
Intérpretes: Tracey Ullman, Johnny Knoxville, Selma Blair, Chris Isaak, Patricia Hearst y otros.
Se exhibe sólo en el Hoyts Abasto.