Sáb 24.11.2007
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CINE › DOS EXTRAÑAS PELICULAS EN EL FESTIVAL INTERNACIONAL DE TESALONICA

Colombia y el fútbol, en Grecia

PVC–1 hace foco en un episodio violento en Bogotá; Corrección investiga los brotes de xenofobia que estallan en los estadios.

› Por Luciano Monteagudo
desde Tesalonica

Hace muchos años que no se ve una película de Theo Angelopoulos en Argentina, pero quien recuerde La eternidad y un día, protagonizada por Bruno Ganz, que en 1998 ganó la Palma de Oro en Cannes, puede llegar a darse una idea de la luz melancólica que por las tardes baña a esta ciudad, envuelta en una niebla espesa, que convierte a los barcos que surcan el golfo de Tesalónica en siluetas fantasmales. Esa lánguida fosforescencia otoñal no se corresponde, necesariamente, con dos de los films griegos inscriptos en la competencia del 48º Festival Internacional de Cine de Tesalónica –que culmina mañana– y que avivaron el fuego de la polémica.

En los hechos, PVC-1 no es un film griego, porque fue rodado en Colombia y está hablado en castellano por actores locales. Pero el hombre que está detrás de la cámara –en todo sentido: como productor, guionista, director e incluso sonidista y camarógrafo– es Spiros Stathoulopoulos, un nativo de la ciudad de Tesalónica de 29 años, que con este primer largometraje ya había logrado llamar la atención en mayo pasado en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes. A pesar de su edad, Stathoulopoulos no es un recién llegado al cine. A los 14 años, cuando ya llevaba siete radicado con su familia en Colombia, ganó un premio por su primer cortometraje, y desde entonces no paró de dirigir cortos y documentales, algunos filmados incluso aquí mismo en Tesalónica. Pero la película que lo devuelve ahora a su ciudad natal no sólo es su debut en la ficción sino también uno de esos films que no piensan pasar inadvertidos.

Aprovechando las posibilidades que brinda ahora el cine digital –cámaras ligeras, infinitud de la capacidad de registro–, Stathoulopoulos hizo su película, de 81 minutos de duración, en una única toma continua, sin cortes de montaje. La experiencia ya la había practicado el ruso Alexandr Sokurov en El arca rusa, para expresar el continuum de la historia de su país a través de un laberíntico recorrido por los salones y pasillos del Palacio Ermitage, en San Petersburgo, en los últimos días antes de la revolución bolchevique. Pero lejos del esplendor imperial del film de Sokurov, el de Stathoulopoulos se ubica en el interior profundo de Colombia, cuando cuatro encapuchados llegan a una finca apartada, someten a punta de pistola a toda una familia y le colocan a la madre un insólito collar hecho con dos caños de PVC, tan ajustado que no se lo puede quitar. Esa suerte de cepo plástico contiene una bomba casera, que los raptores amenazan con hacer explotar si la familia no les entrega en un plazo perentorio una cifra que se eleva a varios millones de pesos.

Por más que pueda resultar inverosímil, el caso es real, corresponde al año 2000 y Stathoulopoulos lo sacó de la crónica roja de los diarios colombianos, donde –como ha señalado el escritor Fernando Vallejo– ya no parece haber lugar para el asombro, tal es la violencia cotidiana de la guerrilla, los paramilitares y los sicarios comunes. Para reforzar la tensión dramática y potenciar no tanto el suspenso como la crisis que vive esa familia, el director eligió narrar el episodio en tiempo real y en un solo plano, aunque la película tiene múltiples escenarios. Primero, el asalto a la finca, luego la fuga de los secuestradores virtuales (que manejan el diabólico ingenio a distancia, por control remoto) y luego el azaroso viaje –a pie, en auto, en una zorra de ferrocarril– de la familia, hasta el punto de encuentro con una patrulla militar, en la que confían puede ayudarlos. No deben ser menos de dos kilómetros los que Stathoulopoulos –que cargó con su cámara adherida al cuerpo, como la madre con su bomba– recorrió junto a sus personajes. Cinematográficamente, el resultado es discutible, quizá porque el film es demasiado consciente de sí mismo. Pero no cabe duda de que Stathoulopoulos logró lo que quería: hacer una película –por decirlo de alguna manera– literalmente impactante.

En un sentido más convencional, también lo es Corrección, segundo largometraje de Thanos Anastopoulos. Filmada de manera vívida y creíble en las calles de Atenas, la película de Anastopoulos –que estudió filosofía en la Universidad de Ioannina e hizo un posgrado en la Sorbona– viene a cuestionar de manera muy fuerte y directa el creciente nacionalismo que vive actualmente Grecia y que se manifiesta en actos de xenofobia disfrazados de reyertas futbolísticas. La trama es muy simple: un hombre sale de prisión y –como un Ulises moderno– emprende el difícil viaje de regreso al hogar, donde ya no lo esperan ni su mujer ni su hija. Ese hombre también alguna vez se creyó un héroe, como Ulises, por haber combatido en lo que él suponía era una guerra: con la bandera griega pintada en el rostro, él fue uno de los fanáticos que después de un partido de la selección nacional contra Albania mataron a golpes a un hincha albanés. Y ahora vuelve al lugar del crimen, a las cercanías del estadio, para tratar de corregir esa falta, para redimirse si es posible, o al menos para comprender cómo pudo haber llegado a cometer ese crimen.

Como en el caso de PVC-1, el film de Anastopoulos también está basado en un caso real, de hace unos años, pero que sigue repitiéndose periódicamente. Sin ir más lejos, los espectadores locales que vieron ayer la película no pudieron sino asociarla con un episodio de hace apenas un par de semanas, cuando aquí mismo en Tesalónica un equipo de fútbol griego se enfrentó a uno de Serbia y después del partido varios hinchas serbios terminaron apuñalados en un bar. La película también provocó susurros y algunos gritos durante la proyección, primero cuando la cámara de Anastopoulos se mezcla deliberadamente en un auténtico acto político del nacionalismo griego, donde se exalta a la patria y la religión, en detrimento de los extranjeros. Y luego cuando un personaje de origen albanés –uno como tantos de los que llegaron escapando de la crisis y el hambre– dice su verdad a voz en cuello: “Acá los únicos que trabajamos somos nosotros. Y los únicos que hacemos hijos también”.

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