CINE › BUENOS AIRES VOLVIO A SER EL CENTRO DE UN RICO PANORAMA DE LO MEJOR DE LA CINEMATOGRAFIA MUNDIAL
La consagración del cine rumano fue sólo una de las facetas de un año que alcanzó para abarcar el renacimiento del mejor cine hecho en el Norte, la acostumbrada personalidad del cine asiático y buenos exponentes europeos.
› Por Luciano Monteagudo
En los anuarios del cine mundial, la temporada 2007 quedará marcada como la de la consagración del cine rumano. La Palma de Oro del Festival de Cannes –la máxima distinción del cine mundial– para 4 meses, tres semanas y dos días, de Cristian Mungiu, no hizo sino confirmar el momento de apogeo que vive el nuevo cine rumano, un país que hasta hace un lustro parecía no existir en el mapa cinematográfico internacional y que gracias a films como La noche del señor Lazarescu (2005), de Cristi Puiu, Cómo celebré el fin del mundo (2006), de Catalin Mitulescu, y Bucarest 12:08 (2006), de Corneliu Porumboiu, se viene instalando con una rapidez y una fuerza insospechadas.
Que estas cuatro películas hayan coincidido durante el año que pasó en las carteleras de Buenos Aires (y actualmente en un ciclo de revisión que las recupera en el cine Cosmos) permitió comprobar de manera directa hasta qué punto este cine austero, modesto, de escasísimos recursos económicos, es capaz de reflejar críticamente a su sociedad con un lenguaje claro, conciso y moderno, que fue el que le dio también su sorpresiva proyección internacional. La sombra del régimen de Nicolae Ceausescu –de sus últimos días o de la triste herencia que dejó a los primeros pasos de la democracia– planea en mayor o en menor medida en las cuatro obras. Pero se diría que la lección del cine rumano estriba en su capacidad de hacer films de fuerte resonancia política sin tener la necesidad de enunciarlo, evitando todo discurso o pontificación. Se trata simplemente de aguzar la capacidad de observación y apegarse de manera extrema a lo real.
Una tendencia que se hizo notar en el circuito de festivales internacionales pero que no llegó a percibirse con nitidez en Argentina, porque todavía no se estrenaron aquí todas las películas que la integran, es la del regreso con gloria del mejor cine estadounidense. Como en los años ’70, se diría que, una vez más, el director es la estrella. Y esa década particularmente prolífica para Hollywood dominó el imaginario de las nuevas producciones, como quien vuelve a las fuentes. Un caso emblemático fue el de Zodíaco, de David Fincher, sin duda uno de los mejores films del año, que abrevó no sólo en la estética de los ’70 sino también en su ética: la del antihéroe marginal y solitario, que va internándose obsesivamente, sin medir costos ni consecuencias, en el lado oscuro del sueño americano.
Y hablando de pesadillas... Con Imperio, David Lynch dio rienda suelta al más sombrío de sus mundos, un paseo de casi tres horas por los laberintos de la imaginación onírica, allí donde no hay orden lógico ni certezas. Aunque el autor de Mullholand Drive siempre privilegió su visión personal por encima de las imposiciones del mercado, con Imperio fue más lejos que nunca y entregó su film más extremo y radical desde su primer largo, Eraserhead (1977).
A falta de las nuevas películas de Gus Van Sant (Paranoid Park), James Gray (We Own the Night), los hermanos Coen (No Country for Old Men) y el veterano Sidney Lumet (Before the Devil Knows You’re Dead), que irán llegando durante la temporada 2008, el 2007 trajo el testamento de Robert Altman (Noches mágicas de radio) y un decepcionante Brian De Palma (La dalia negra), quien sin embargo en Venecia y en Toronto ya tuvo oportunidad de redimirse con Redacted, su mejor película en años, una feroz invectiva contra la incursión militar estadounidense en Irak.
Desde una perspectiva mucho más clásica en lo formal, Clint Eastwood también se dedicó a reflexionar sobre la guerra y sus consecuencias, en su insólito díptico integrado por La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima. En la primera, Eastwood entregó su visión del sangriento desembarco estadounidense en la isla japonesa y la utilización política que hizo la Casa Blanca de la famosa fotografía de Joe Rosenthal que inmortalizó equívocamente esa victoria. Ubicada del lado contrario, detrás de las líneas japonesas, Cartas desde Iwo Jima ofrece la otra cara del espejo, algo que Hollywood prácticamente nunca estuvo dispuesto a hacer antes. “Creo que es importante que sepamos quiénes eran esos japoneses, porque en la mayoría de las películas con las que yo crecí, en los años ’40 y ’50, había buenos y malos, héroes y villanos”, declaró Eastwood al presentar el film en la Berlinale. “Pero sabemos que la vida y la guerra no son así y estas dos películas que acabo de hacer no son sobre quién gana o quién pierde. Son sobre el efecto de la guerra en los hombres, sobre todos aquellos que perdieron la vida cuando tendrían que haber empezado a disfrutarla.”
Claro, como es costumbre, Hollywood no dejó de alimentar el gran circuito de la exhibición comercial, esa boca insaciable que son las multipantallas, donde el espectador promedio se suele sumergir de manera acrítica, tentado por el despliegue publicitario antes que por la promesa de buen cine. Pero aún en este marco plenamente industrial hubo sorpresas, y de las buenas. En el difícil campo de la comedia, se produjo el estallido del “fenómeno Apatow”: por un lado Ligeramente embarazada, donde Judd Apatow (40 años, proveniente de la TV) fue guionista y director, y por otro, Supercool, de Greg Mottola, donde se desempeñó como productor. “Más allá de altos y bajos –escribió Horacio Bernades en estas mismas páginas–, lo que distingue a Apatow es que no se trata de un tipo que escribe, dirige y produce cualquier cosa risueña, para hacer plata nomás, sino de un verdadero autor de comedias. Esto es: alguien con un mundo reconocible, personajes que reaparecen de película en película, un cierto timing cómico y hasta un estilo, que se caracteriza por su rusticidad y primariedad visual.”
En el terreno del cine de acción se hicieron notar la superproducción Duro de matar 4, con un redivivo Bruce Willis; Tirador, un thriller clase B dirigido por Antoine Fuqua con Mark Wahlberg, y Bourne, el ultimatum, tercera y última entrega de la serie dedicada al espía amnésico interpretado por Matt Damon. Aun a pesar de sus notorias diferencias entre ellas –el humor autoparódico de Die Hard 4, el espíritu eastwoodiano de Shooter, la pregunta por la identidad de Bourne–, no deja de ser significativo que estas tres películas tan representativas del Hollwood post 9/11 trabajen sus respectivos relatos a partir de la concepción paranoica de la conspiración y del enemigo interno. En cada una de ellas los héroes se enfrentan a un poder dentro del poder que habría usurpado o llevado hasta sus últimas consecuencias la política de seguridad del Estado norteamericano.
Recluido en pequeñas salas con proyección exclusivamente en DVD, el cine asiático se las ingenió para seguir estando presente en la cartelera porteña. El coreano Kim Ki-duk estrenó por partida doble: primero El arco y después El tiempo confirmaron que se trata de un cineasta de un talento natural pero silvestre, con una exasperante tendencia a la metáfora e incluso a la cursilería. De una cinematografía completamente desconocida, Singapur, llegó Be with Me, tercer largometraje de Eric Khoo, un film capaz de navegar sin problemas entre el documental y la ficción y que se hace preguntas centrales al relato cinematográfico: ¿cómo ver aquello que no se ve?, ¿cómo poner en imágenes recuerdos, sentimientos, olores?, ¿cómo filmar conceptos abstractos? Algunos de estos interrogantes encontraron respuesta en Café Lumiére, la obra maestra del taiwanés Hou Hsiao-hsien, que también se constituyó en uno de los puntos más altos de la temporada.
Otra zona del cine asiático que brilló en el 2007 fue la del film de género, empezando con The Host, del coreano Bong Joon-ho, apoteosis del cine catástrofe. Más discreta pero casi igualmente apocalíptica fue Crímenes oscuros, mezcla de thriller y “J-horror” del nipón Kiyoshi Kurosawa, donde el asesino serial termina siendo un fantasma, que encarna los desórdenes individuales y colectivos del Japón contemporáneo. Y Ayer otra vez, la primera película que llega a su estreno porteño del prolífico director hongkonés Johnny To, se reveló como una comedia policial en el estilo acuñado en Para atrapar al ladrón y que hoy está nuevamente en boga gracias a La gran estafa. No es el mejor de sus 39 largometrajes, pero confirma su fuerza y virtuosismo.
El cine francés no tuvo en el 2007 la presencia de otras temporadas, al menos en el circuito comercial (en la Sala Leopoldo Lugones, Olivier Pere, de la Quincena de los Realizadores de Cannes, y Jean-Michel Frodon, de los Cahiers du Cinéma, presentaron algunas de las mejores películas hechas en Francia en el último lustro). El Resnais más reciente, Corazones, resultó levemente decepcionante, más en las deslucidas copias en 35 mm. con que llegó a algunas salas. A su vez, títulos verdaderamente importantes, como Flandres, de Bruno Dumont, Inocencia salvaje, de Philippe Garrel, Cambio de dirección, de Emmanuel Mouret, y Reyes y reina, de Arnaud Desplechin, solo pudieron estrenarse en formato DVD, lo que habla de una reducción del público para cierto tipo de cine, aun aquel que antes hubiera tenido una amplia circulación, como fue el caso de Los tiempos cambian (¡qué significativo el título!), de André Téchiné, protagonizada por Gerard Dépardieu y Catherine Deneuve.
El cine italiano se defendió con El caimán, de Nanni Moretti, las dos partes de La mejor juventud, de Marco Tullio Giordana, y sobre todo Libero, una verdadera revelación, del actor y director Kim Rossi Stuart. Pero el cenit del cine europeo conocido en Buenos Aires en el transcurso del año pasó por otro lado. De los Países Bajos, la sorpresa fue Black Book-Libro negro, de Paul Verhoeven. Hacía mucho tiempo que el cine europeo no producía una película tan incómoda, tan revulsiva y al mismo tiempo tan vertiginosa, tan bien narrada, tan entretenida (en el sentido espectacular del término) como Black Book, que vino a cuestionar la conciencia nacional holandesa desde sus mismos cimientos, precariamente construidos –dice la película– a partir de la ocupación nazi y luego durante la confusa, cenagosa posguerra.
Por su parte, contra el academicismo y la tiranía del guión que dominan desde hace años al cine español, Honor de cavallería, del catalán Albert Serra, propuso a cambio –como un desafío– un film de una libertad y una frescura fuera de lo común. La paradoja es que esta película tan joven y tan viva está inspirada en el libro de los libros de la literatura española, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Pero a diferencia de tantas adaptaciones plúmbeas, ahogadas por el peso de la producción y el vestuario, esta derivación cervantina se reduce a lo básico, a lo esencialmente cinematográfico: apenas Don Quijote y Sancho Panza viajando en silencio por un paisaje agreste, conversando apenas a veces (en catalán en vez de castellano), e incluso durmiendo, para que el espectador pueda compartir con ellos la experiencia de pasar la noche a cielo abierto, bajo el arrullo de las estrellas y los grillos.
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