CINE › A LOS 93 AÑOS MURIO RICHARD WIDMARK, UN ICONO DEL FILM NOIR
Su parquedad nunca le restó intensidad: la amenaza con la que nutría a su prolífica galería de psicópatas provenía de una tensión profunda, como si lo que guardaba en su interior todavía pudiera ser peor.
› Por Luciano Monteagudo
Fue su debut en cine, allá por 1947, pero ayer –cuando los cables de las agencias de noticias dieron cuenta de su muerte, a los 93 años, en su residencia de la localidad de Roxbury, estado de Connecticut– todos lo seguían recordando todavía por aquella indeleble primera impresión, en El beso de la muerte, un film noir ejemplar de Henry Hathaway. El protagonista era Victor Mature, como un ex convicto que quería volver a la senda del bien, pero quien se robaba la película entera, con una sola escena que ha quedado en la memoria colectiva, era Richard Widmark. Su personaje se llamaba Tommy Udo y sigue siendo, más de medio siglo después, uno de los psicópatas más escalofriantes y peligrosos que haya dado el cine, incluido el promocionado Anton Chigurgh de Javier Bardem en Sin lugar para los débiles. ¿Cómo olvidar la mirada de hielo de Widmark cuando le pregunta a Mamma Rizzo (la pobre Mildred Dunnock) por el paradero de su hijo? Y como la respuesta no lo convence, arranca el cable del teléfono de un solo tirón, ata con esa cuerda improvisada a la viejecilla italiana a su temblorosa silla de ruedas y, casi si mediar palabra, la arroja escaleras abajo con una sonrisa de satisfacción en sus labios, finos como cuchillos.
Esa aparición rutilante le valió inmediatamente un contrato por siete años consecutivos en la 20th. Century Fox, que promocionó su rostro en los cines con un cartel que decía “Wanted”. Por entonces, Widmark ya era un actor bastante fogueado, primero en la radio y luego en Broadway, pero Hollywood le venía siendo esquivo. No se puede decir que la Meca del Cine luego haya sido particularmente generosa con él –como lo fue con algunos de sus contemporáneos, como Kirk Douglas, Robert Mitchum o Burt Lancaster, que llegaron a ser auténticas estrellas–, pero sin embargo Widmark se las ingenió, muchas veces en papeles secundarios, para convertirse en uno de los actores más venerados por los cinéfilos de medio mundo.
Había una actitud moderna, minimalista, en la aproximación que hacía a sus personajes. Para Widmark, menos siempre era más: a diferencia de Douglas o Lancaster, por ejemplo, que tendían a la sobreactuación, Widmark en cambio prefería la parquedad expresiva, que nunca le restaba intensidad. Por el contrario, la amenaza con la que nutría a su prolífica galería de killers y outlaws parecía provenir de una tensión profunda, que nunca daba a conocer totalmente, como si lo que guardara en su interior todavía pudiera ser peor. Hay algo valiente también en su actitud: en un medio en el que la mayoría de los actores siempre cuida la imagen de sus carreras, Widmark nunca dudó en hacer completamente suyos personajes corruptos, viciosos o sencillamente siniestros.
Es verdad, a ese prontuario lo condenó inicialmente la Fox cuando le hizo repetir su papel de psicópata en La calle sin nombre (1947, de William Keighley) y en La taberna del camino (1948, de Jean Negulesco). De esa tanda primigenia sobresale su villano en Cielo amarillo (1948), un western particularmente violento de William Wellman en el que se permitía una brutal pelea cuerpo a cuerpo con Gregory Peck. Los años ’50 serían su apogeo, con algunas encarnaciones memorables, para directores famosos, como Elia Kazan, que lo condujo en el thriller Pánico en las calles (1950); Joseph L. Mankiewicz, que lo tuvo en El odio es ciego (1950); y Jules Dassin, que lo hizo el inolvidable, condenado protagonista de Siniestra obsesión (1950), rodada en las calles de Londres. Icono definitivo del film-noir, Widmark alcanzó su cumbre como el carterista en El rata (1953), obra maestra de Samuel Fuller, con quien volvería a colaborar al año siguiente en Proa al infierno, como el capitán de un submarino cuya bomba más peligrosa era la cimbreante Bella Darvi.
Un repaso apresurado y somero de sus más de 60 películas no debería omitir sus dos westerns para el viejo maestro John Ford –Misión de dos valientes (1961) y El ocaso de los cheyenes (1964)– y su policial para Don Siegel, Madigan (1968), rodado en exteriores de Nueva York. Su último villano fue el siniestro doctor de Coma (1978, dirigida por Michael Crichton), que traficaba con órganos humanos. Es que Widmark nunca le hizo asco a nada.
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