Mar 19.04.2011
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PLASTICA › EL LIBRO SOBRE LOS INFIERNOS DEL ARTE COLONIAL, PUBLICADO POR LA UNSAM

Sobre los colores del averno

La Universidad Nacional de General San Martín publicó un libro sobre la dimensión material, los usos y funciones, el contexto de producción y los modelos iconográficos en la representación del infierno del arte colonial andino.

› Por Gabriela Siracusano *

“Ay de nosotros, por qué hemos pecado, los arrojarán al camino del fuego, allí habrá llanto y crujir de dientes, en el infierno no hay ninguna redención.” Esta frase admonitoria, en la que se combinan las lamentaciones del profeta Jeremías con las advertencias de Mateo y Lucas, se extiende a lo largo del límite superior del registro medio del cuadro correspondiente a la representación del “Infierno de la Serie de las Postrimerías”, ejecutada por José López de los Ríos en 1684 para la iglesia de Carabuco (Bolivia). En dicho cuadro, almas sufrientes y pecadoras con gestos retorcidos de dolor son torturadas por demonios y seres monstruosos, desgarradas y abrasadas por las llamas en una larga espera que culmina en las fauces del Leviatán, la “gran boca abierta” que engulle tanto a indios como a españoles. Los motivos de semejante destino no están ausentes del lienzo. Su registro superior así nos lo demuestra: abrir los oídos a las palabras del demonio mientras se desoían aquellas expresadas en el sermón o en el momento de la confesión, o abandonarse a los placeres del canto, la bebida y el ocio, eran causa suficiente para que, llegado el momento de la muerte, el alma fuera sustraída por las garras del mal y arrojada a los infiernos.

Pero José López de los Ríos aprovecha este registro para situar en el centro del mismo tal vez el motivo más relevante, tomando en cuenta a quiénes estaba dedicada dicha admonición y aquello que era el argumento más contundente: la fiesta idolátrica. El pintor no sólo centra esta escena en la composición, sino que es por ella que produce plásticamente una vía directa entre el mundo de la vida engañosa, errada, y aquel de las penas y la tortura: la frase “Mittent eos in caminum ignis”, que alude a ser arrojado al camino del infierno, es pintada como “Mittenteosinca minum ignis”. El hiato producido en la palabra caminum es ocupado por un sinuoso hálito blanquecino que bien puede interpretarse como la exhalación del ser monstruoso con cara de perro que engulle a la Pereza o como el alma misma de los pecadores del registro superior que fluye, simbólicamente, hacia su fatal destino. Una asociación palabra-imagen que funciona como un recurso deíctico que señala, marca y orienta nuestra atención. Las razones son contundentes: allí están una pareja de indígenas –nótese el tupo– brindando con un par de queros con un demonio vestido con “ropa de la tierra”, otra pareja de músicos también con ropas indígenas y sombrero con plumas cantando y tocando antara y cajas, y una última con lliclla, tupu y cumbi, danzando. La síntesis resulta adecuada: chicha, música y baile representan la fiesta, aquella fiesta de gentilidad de la que los testimonios escritos nos hablaban. A tal punto López de los Ríos se esmeró en precisar y distinguir cada uno de estos signos que no dudó en realizar un arrepentimiento en uno de los músicos con cuernos, eliminando el instrumento de cuerdas –¿vihuela o guitarra?– que tañía y cambiándolo por una caja, más acorde con las prácticas musicales nativas.

Sabemos que este lienzo, junto con los demás de la serie, fue encargado en 1683 por el bachiller Joseph de Arellano, cura doctrinero del pueblo de Carabuco desde 1669. Arellano, quien aparece representado en los lienzos, proveyó de todos los materiales necesarios para que estas pinturas cumplieran con el cometido esperado: acompañar mediante el impacto visual aquello que con la palabra se predicaba en todo pueblo de indios, esto es, erradicar las falsas y malas costumbres del alma de los fieles so pena de caer en las llamas del infierno, un espacio que se presentaba como el reverso de la moneda de aquel otro espacio donde reinaban los placeres de la fiesta de los sentidos.

“Es el infierno, hermanos, un lugar que está en lo profundo de la Tierra, todo oscuro y espantable, donde hay cien mil millones de tormentos. Allí se oyen grandes gritos y llantos y rabiosos gemidos; allí se ven horribles visiones de demonios fierísimos; allí se gusta perpetua y amarguísima hiel; allí hieden más que perros muertos...” (en Durán, Guillermo. Monumenta Catechetica Hispanoamericana. Buenos Aires, Facultad de Teología de la UCA, 1990).

En el “Infierno”, López de los Ríos combinó negros de hueso y carbón, índigos, bermellones, hematites y malaquitas para lograr una paleta tan baja y oscura como la de los pecados que exhibían los seres de su imaginación, mientras que en el registro superior se pudo consignar el uso de una combinación cuidada de capas superpuestas de malaquita, índigo mezclado con oropimente y, finalmente, el vidrioso esmalte remolido con albayalde para lograr el verde de la zona de los placeres mundanos. Si hacemos mención a estos materiales del color es porque, casualmente, muchos de ellos también participaban, de alguna manera, de aquella fiesta tan temida. El bermellón (llimpi) y el cardenillo (llacsa) aparecen como el complemento obligado en la construcción que se hizo de la fiesta idolátrica, en la que también los colores se asociaron con ciertos tópicos como el de embijarse los cuerpos en tiempos de fiesta o el de exhalar vapores cromáticos en ritos variados. Muchos de estos pigmentos, reconocidos bajo otros nombres por los nativos como llimpi, paria, o puca allpa, eran al momento utilizados con fines ceremoniales en aquellas prácticas “riesgosas” que, precisamente, hacían “necesaria” la presencia de estas imágenes condenatorias. Paradojas de la dominación...

A su vez, el mundo de lo material y el de lo sagrado en las sociedades andinas respondían a una lógica en la que uno se imbricaba en el otro, en la que los metales escondidos en las profundidades de una mina o la majestuosidad de un cerro cargaban en sí mismos con el poder de la sacralidad. De allí provenían muchas de las sustancias utlizadas para pintar. Incluso, algunas como el cardenillo o el oropimente, tan utilizados en la paleta andina, ya conjugaban connotaciones pecaminosas en la propia cultura europea. “Húyase del cardenillo como de pestilencia, porque es su mayor enemigo (...)” sentenciaba el tratadista Francisco Pacheco, refiriéndose a la antipatía y toxicidad de dicho color. Sin embargo, el uso del término “pestilencia” revelaba un deslizamiento de significados ligados a lo herético, lo pagano y lo idolátrico. Los textos de la doctrina cristiana y las prácticas evangelizadoras –como es el caso de estas imágenes en cuestión– hicieron uso del mismo en un contexto que pretendía disolver los poderes de la idolatría.

* Doctora en Historia del Arte, investigadora del Conicet y profesora titular de arte colonial de la Universidad Nacional de General San Martín (Unsam). Fragmento del artículo “Notas para detener el ‘escándalo’: fiesta, color e idolatría en el Virreinato del Perú”, incluido en el libro La paleta del espanto-Color y cultura en los cielos e infiernos de la pintura colonial andina, editado por Siracusano y recientemente publicado por la Unsam.

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