PLASTICA › LA MUESTRA DE SEBASTIAN GORDIN EN LA GALERIA RUTH BENZACAR
En “Nocturnia”, Sebastián Gordín toma como fuente la cultura de masas y fabrica miniaturas con las que produce escenas fantasmagóricas, atmósferas extrañas y anacrónicas.
› Por Fabián Lebenglik
Desde que dibujaba historietas al comienzo de su carrera, tanto como desde que construyó sus primeras maquetas, Sebastián Gordín (Buenos Aires, 1969) dejó establecido una suerte de programa artístico presente y futuro. Y en ese programa la ciencia ficción fue desde siempre una de las canteras predilectas adonde buscar la materia prima. Dentro de los usos del género de la ciencia ficción, a Gordín le atrae la posibilidad de impostar una mirada de niño ante el mundo adulto. Un recurso que le permite, además de una aparente ingenuidad de la que se desprende una mirada crítica, producir determinadas atmósferas de tensión o de extraña quietud, donde suele jugar con el tiempo –se deleita especialmente con el anacronismo–, el espacio y la lógica.
El artista abre su nueva muestra, “Nocturnia”, con unas delicadas acuarelas y una serie de maderas laqueadas que lucen como tapas de viejas historietas dejadas al pasar, en las que se promete terror y fantasía. Obviamente para el visitante se trata de una invitación tentadora, de modo que la promesa se vuelve ineludible.
La sala está en penumbras, con tenues luces que en cada caso ponen en foco una a una las piezas exhibidas. La iluminación juega un papel central no sólo en la sala de la galería sino también dentro de cada una de las piezas del artista, porque allí se concentran pequeños mundos, iluminados con misterio y teatralidad.
Junto con la ciencia ficción, el otro núcleo ideológico y estético al que el artista adscribe es a cierto tardorromanticismo al que remite el título de la exposición. La nocturnidad como ideología estética supone desde hace dos siglos una escena entrevista por el filtro de la luz lunar, en una noche brumosa, cargada de ensoñación, misterio y melancolía, como sugieren los nocturnos de Chopin. La noche, desde esta perspectiva, supone un momento privilegiado de la jornada, mientras que la nocturnidad se impone como predisposición anímica. Así se romantizaba el mundo y se entregaba al cosmos formas y sensaciones especialmente cultivadas e inspiradas surgidas de la subjetividad del artista. Los nocturnos musicales y luego pictóricos, en el siglo XVIII y XIX, eran la forma sonora y visual de la ensoñación melancólica. Por supuesto que para Gordín todo esto es parte de un arsenal al que homenajea pero que le sirve también como juego. Con la ironía del caso, el clima nocturno y la nocturnidad como estado de ánimo, están muy bien explotados por el artista.
Cada uno de los fríos paisajes que Gordín encierra dentro de una caja de vidrio, suponen micromundos en los que se juega aquello que proponían las falsas portadas de revistas mencionadas más arriba: fantasía y terror. Son bosques utópicos que en pequeña escala funcionan como escenificaciones de aquella promesa ficcional. Son bosques al mismo tiempo sumamente artificiosos, que evocan un paisaje pero también denuncian una función. Desnudos árboles metálicos, finas tanzas por las que se desliza un líquido que imita la lluvia –gracias a un mecanismo de bombeo oculto en la base–, diminutos reflectores que vuelven dramática cada pequeña escena, personajes orientales que emergen desde el fondo y se deslizan subrepticiamente por debajo de la escena todos esos elementos componen pequeños teatros en los que se representa la fantasía y el terror, la puesta en obra de una ensoñación, escenificada al modo de las chinerías, con sus combinaciones anacrónicas entre ideologías estéticas y formas que provienen de distintas etapas de la cultura de masas.
Las microescenas utópicas de Gordín dialogan con un texto en el que también está (omni)presente la figura del árbol y el género de la utopía: se trata del relato El árbol de Saussure, una utopía, de Héctor Libertella, donde el escritor resuelve el concepto de temporalidad con una frase enigmática e inquietante: “El futuro ya fue”. Tal el texto que aparece escrito en una pancarta que cuelga del protagónico árbol de Saussure –centro del relato–. En aquel libro, como en la “Nocturnia” de Gordín, futuro y pasado se conjugan y combinan en un presente continuo que los incluye y excede. “El porvenir está a nuestras espaldas –dice el escritor en su relato– y la noción de destino pasó de moda.” Se trata, por supuesto, de utopías paradójicas, dado que no tienen el optimismo que se corresponde con el género, sino que son utopías negativas. En ambos casos hay un ilusión de hacer ficción fuera del tiempo. Y entonces se pasa del anacronismo a lo extemporáneo.
Si en su exposición anterior –Espacio Fundación Telefónica, 2004– Gordín daba un sentido irónico, absurdo y corrosivo a obras que suponían escenas ominosas, contra el poder autoritario y el militarismo, aquí lo ominoso se enuncia de un modo más sutil, sólo como amenaza teatral: todo sucede en un set armado. La miniaturización descubre funcionamientos sociales de sometimiento pero también hipótesis de resistencia.
Hace siete años, quien firma estas líneas escribió en esta misma página: “El movimiento de Gordín es el que va de la transformación de lo extraordinario en infraordinario. En sus obras se condensa en miniatura aquello que en escala uno a uno se sostiene por el registro de lo espectacular, apasionante, histórico, enigmático o, incluso, épico. No hay artefacto cultural o edilicio, que no quepa, pasado por el filtro de Gordín, en una cajita. Lo infraordinario del arte de Gordín se detiene con precisión en la construcción a escala mínima del modelo real o mental, al punto de convertirse en monumentos de fin siglo: portátiles. Las pasiones contemporáneas son manuables y de bolsillo.”
Rodeada de todos estos juguetes, hay otra pieza que resulta también inquietante aunque no se trate ya de una miniatura sino de una obra antropomórfica, en escala uno a uno: es una escultura de un hombre desnudo, caído de rodillas, blanco como el mármol, sobre una gruesa torre de antena que lo atraviesa a la altura del abdomen. Como en el caso del cadáver de Quién mató a Harry, de Hitchcock, el cuerpo tendido que realiza Gordín sirve para hacerse preguntas más lingüísticas que forenses sobre el funcionamiento dramático de la exposición, el papel de la luz, las relaciones de escalas, la muerte violenta (¿crimen, suicidio, accidente?) como disparador de la ficción y así siguiendo.
Una de las piezas, La patrulla nocturna, podría funcionar, como hipótesis de explicación. A través del título y con el clima conspirativo –en el que tres personajes con máscaras orientales entran o se escapan de la escena–, la obra se coloca inmediatamente en una genealogía que la precede. Calculado o no, el título y el clima remite, al menos, a tres películas y a un cuadro. Las películas son de lo más variadas: una de Laurel y Hardy de 1933; y dos películas serie B: una de aventuras con Linda Blair, de 1985 –por la que fue consagrada como peor actriz del año– y una reciente saga rusa de ciencia ficción, abucheada por la crítica.
El cuadro se corresponde con un óleo de Rembrandt La compañía militar del capitán Frans Bannin Cocq, de 1640, conocido como “La patrulla nocturna”, donde las relaciones y contrastes entre luces y sombras son, por supuesto, los ejes del cuadro. La obra de Gordín siempre estuvo cruzada de contrastes de escala, de sentido, de lógica, de luz y de tiempo. (En la galería Ruth Benzacar, Florida 1000, hasta el 29 de julio.)
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