PLASTICA › LE PARC, GARCíA ROSSI, SOBRINO Y EL GRAV EN MéXICO D F
El Museo Tamayo presenta en estos días una exposición que reconstruye y documenta aspectos clave del grupo vanguardista cinético fundado en París en 1960 por los argentinos Julio Le Parc y Horacio García Rossi, entre otros.
› Por Fabián Lebenglik
En estos días y hasta el 16 de febrero el Museo Tamayo, enclavado en el apacible Bosque de Chapultepec, presenta una exposición fuertemente relacionada con la Argentina. Se trata de “Una visión otra: Groupe de Recherche d’Art Visuel”, 19601968, con curaduría de Andrea Torreblanca.
Aquel grupo nacido en París en 1960 estuvo integrado por los argentinos Julio Le Parc (1928; vive y trabaja en París) y Horacio García Rossi (1929-2012); también por Francisco Sobrino (1932; quien nació y se formó en España, luego vivió en la Argentina y finalmente fijó su residencia en París, donde vive y trabaja); junto a los franceses François Morellet (1926), Joël Stein (1925-2012) y Jean-Pierre Vasarely - Yvaral (1934-2002, hijo de Victor Vasarely).
Entre otros aciertos, esta exposición constituye una nueva lectura y puesta en valor del propio patrimonio del Tamayo, dado que su colección contiene seis obras de tres representantes del GRAV: Julio Le Parc, Francisco Sobrino y Jean-Pierre Yvaral. Además de la reconstrucción de piezas históricas y material de archivo, la exhibición aporta a los visitantes información sobre los métodos y las estrategias utilizados por este grupo. Se recrean algunas de los experiencias que el GRAV realizó en las calles de París y en tres instituciones –específicamente las obras de Une journée dans la rue (Un día en la calle, 1966) y Salle de Jeux (Sala de Juegos, 1963-1968)– trasladando estas instalaciones al espacio del patio interno de esculturas del museo, para generar un contexto adecuado, en sintonía con la interacción urbana que tuvieron originalmente aquellos experimentos artísticos.
A mitad de la década del cincuenta el artista franco-húngaro Victor Vasarely, que postulaba el anacronismo de los términos “pintura” y “escultura”, organizó en París una exposición que resultó un antecedente importantísimo para el naciente arte cinético. Aquella muestra, bajo el título Le Mouvement, reunió a los artistas abstractos que estaban investigando el movimiento virtual, pero también real, en su propia producción –a través de obras transformables– y que en varios casos habían convertido en un cruce entre luz, movimiento y mecánica. La propuesta se volvió tendencia y se internacionalizó rápidamente.
El fundamental capítulo argentino de esta tendencia se vio impulsado por la exposición de Vasarely que se presentó en 1958 en Buenos Aires, en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), bajo la dirección de Jorge Romero Brest.
Ese mismo año, la Asociación Arte Nuevo publicó en Buenos Aires el “Manifiesto Amarillo” de Vasarely, en el que se advierte el derrotero del arte moderno en su proceso de síntesis, cada vez más desvinculado de la representación naturalista, y la superación de las disciplinas para una concepción vanguardista de “unión de todas las artes” y el “abandono del volumen por el espacio”.
En los planteos programáticos del arte cinético, como decían Le Parc y García Rossi, se buscaba “la relación entre la obra y el ojo humano” a través de “situaciones visuales nuevas”.
El arte cinético explora, precisamente, el movimiento: el del objeto, el del espectador, el de la percepción, el de la interpretación de la imagen en términos de la fisiología del ojo. Por eso en una de las secciones de la muestra (en una sala en penumbras) es posible introducirse en un breve y encantador paseo low tech, que se basa no sólo en el movimiento mecánico, electrónico, lumínico, etc., de las obras, sino también en el efecto óptico que se consigue con el desplazamiento del espectador y el movimiento de la cabeza y los ojos para lograr enfocar el efecto propuesto por la obra, variando la posición y la perspectiva, hasta encontrar el punto para ajustar la mirada al cambio de luces, sombras, variaciones, colores y formas que requiere cada pieza.
Las obras urbanas aquí recreadas en el patio de esculturas tienen como punto de partida la experiencia realizada por el GRAV en los años sesenta: Une journée dans la rue (Un día en la calle), París, 1966. Los integrantes del grupo explican en un texto colectivo que “la vida de las grandes ciudades podría ser bombardeada de manera masiva (no con bombas), pero sí con situaciones nuevas, solicitando una participación y una respuesta de sus habitantes. No pensamos que nuestra tentativa sea suficiente para quebrar la rutina de un día de la semana en París. Puede ser considerada solamente como un simple desplazamiento de situación. Pero a pesar de su alcance limitado, nos ayudará a entrar en contacto con un público desprevenido. Nosotros la vemos como un intento para superar la relación tradicional de la obra de arte y el público”.
Con esa misma intención la plaza seca interna del Museo Tamayo se transformó en un lugar de juego y allí es posible ver a los visitantes –especialmente niños y adolescentes– en interacción con las obras.
En 1966, las actividades programadas en las calles incluían una serie de situaciones como el reparto de globos y alfileres, transitar sobre estructuras inestables, atravesar obras cinéticas, etcétera.
Según explica la curadora, “ese día fue muy significativo para el trabajo posterior del grupo, ya que por una parte se puso en práctica la noción del arte como colectividad social y, por otra, la forma en que los espectadores se relacionaban con el arte fuera del marco institucional. El público no preparado para ver arte se confrontó con la idea de inestabilidad que Julio Le Parc, más adelante, definió en relación con la idea inestable de la realidad”.
La intención permanente del grupo fue integrar a los visitantes al proceso creativo. La invitación a “compartir” no sólo era evidente en las obras, sino que está explícitamente mencionada en varios escritos del grupo. “En este lugar –dice el GRAV en 1963, en un texto citado en la muestra– no habrá imágenes colgadas de las paredes, ni actores, ni espectadores pasivos, ni maestros, ni alumnos: sólo una o dos cosas y gente con tiempo para compartir.”
Ya fuera por vía del movimiento real o por efecto de la percepción; sumados al desplazamiento del espectador, el GRAV –que se disolvió en 1968– buscaba que el arte afectara las coordenadas de espacio y tiempo para conseguir un nuevo modo de mirar el mundo.
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