PLASTICA › EL RECUERDO Y EL EJEMPLO DE UN GRAN ARTISTA ARGENTINO Y DEL MUNDO
En enero pasado murió uno de los grandes artistas modernos de la Argentina, consagrado mundialmente, cuyas obras cinéticas integran las colecciones de los principales museos del mundo. Vivía en París hacía más de 50 años.
› Por Oscar Smoljan *
Luis Tomasello partió de este mundo a mediados de enero. Si bien la noticia, como toda mala noticia, corrió de prisa en el mundo del arte, no fue así en las primeras planas de los diarios argentinos o latinoamericanos, pese a tratarse de uno de los pilares del arte cinético y del arte moderno a nivel mundial, un verdadero embajador cultural de nuestro país.
En nuestro caso particular, en el mío propio, se fue un amigo a quien supe conocer y querer y de quien uno recibía a cada instante enormes lecciones de humildad y generosidad, materias escasas en un mundo repleto de vanidades y recelos. El mural que preside el hall de entrada del MNBA Neuquén fue su gran legado a nuestra ciudad, obsequio decidido por el artista en plena obra, cuando el museo era sólo cimientos y paredes a levantar, y hoy es el único mural de Tomasello que existe en Argentina.
Pero a medida que pasaban los días tras su muerte, empezaban a conocerse detalles de cómo habían sido sus últimos días. En una persona común y corriente, esta información quedaría reservada a la estricta esfera privada, pero en el caso de un artista de la envergadura de Luis, sus días finales en esta tierra, con sus proyectos y anhelos, su epílogo, conforma una verdadera metáfora de vida, quizá su último legado para el mundo que le sobrevive.
Tomasello tenía 98 años y su muerte ocurrió por causas naturales la noche anterior a su regreso a la Argentina, que había sido planeado con mucha antelación. Tomasello había decidido que ya era hora de ponerle fin a su larga estancia en París, donde prácticamente era parte del paisaje desde 1960, y había resuelto volver a su tierra natal, para lo cual alcanzó a poner en orden asuntos familiares que para él eran vitales en ese proyecto.
Esa decisión, no exenta de coraje y osadía en una persona de su edad, no sólo lo pinta de cuerpo entero sino que abre una profunda reflexión sobre los tiempos relativos de la vida y pone en tela de juicio conceptos como “vejez” o “juventud”.
Tomasello había decidido volver a su país de origen, esta Argentina convulsa y en crisis, y dejar atrás una posición cómoda en todo sentido, desde lo social, lo cultural y hasta lo económico, para reiniciar una vida aquí, tras casi 53 años de existencia apacible en una Europa que se cansó de reverenciarlo como uno de los grandes valores del arte moderno, quizás, junto al venezolano Soto, el más exquisito y poético de los cinéticos.
No se me ocurre otro ejemplo mejor de valentía y juventud en un hombre que se acerca al siglo de vida.
Alma viajera, en varias oportunidades visitó Neuquén. La primera vez, cuando exhibimos su muestra en el Museo Gregorio Alvarez, basada en obras que donó a La Plata, su ciudad natal. Una de la últimas, cuando inauguramos el MNBA Neuquén, en los festejos del Centenario, y nos acompañó junto a Raúl Lozza, Jorge Glusberg y Mario Roberto Alvarez, todos ellos hoy desaparecidos. El tiempo acorrala inexorablemente, pero las obras hacen inmortales a los hombres.
Su casa de París, cercana a la estación Gambetta, fue su refugio, así como el de muchos argentinos que residieron en la Ciudad Luz, como Julio Cortázar, su amigo del alma.
Ir de visita a esa casa, como tuve la suerte en muchas ocasiones, significaba subir los casi 300 escalones que conducían al visitante hasta su morada. No es de extrañar su particular vitalidad a los 90 años con semejante desafío cotidiano a sus cuádriceps.
Pero al entrar en esa modesta, casi monacal vivienda, su hospitalidad apabullaba y su exquisita comida, que él mismo cocinaba y se encargaba de servir personalmente al peregrino, constituía el grato consuelo del viajero que llega del fin del mundo.
Con Cortázar planearon universos paralelos en sociedad y los habitaron. Se frecuentaron y acompañaron constantemente aun en cuestiones tan domésticas como cuidar del gato de Julio mientras éste viajaba por el mundo. Eran dos amigos conspirando en arte bajo el cielo de París, acunados por los sonidos del jazz y del tango.
La última obra poética de Cortázar se basó en una decena de cuadros de Tomasello acerca del color negro. Mediante un artilugio del arte cinético, Luis había investigado que existía un negro aún más oscuro que el más negro de los tonos de negro, que es de por sí la ausencia total de la luz. Esas diez imágenes inspiraron en Cortázar diez poemas a los que tituló, con inspiración cabulera, “Negro el diez”, y una vez más los viejos amigos sellaron su amistad con una obra conjunta, que fue el epílogo literario del gran cronopio.
Cortázar, que nació hace un siglo, murió hace treinta años, en febrero de 1984. Poco tiempo antes realizó una breve pero intensa y última visita a la Argentina de la democracia recién recuperada. Sabía claramente que iba a morir y quiso despedirse de su Buenos Aires, a la que amaba tanto como al jazz, el boxeo y los gatos. Volvió en paz a morir en su París, donde parió Rayuela. Su lápida del cementerio de Montparnasse, a la que este año acudieron millares de peregrinos, fue diseñada por su amigo Tomasello.
Luis no pensaba morir en Francia sino en la Argentina y armó sus valijas y su vida, como en 1960, para encarar la nueva frontera. Pero el destino se le adelantó y le mostró otras cartas y el as de espadas marcó su final, reteniéndolo en la ciudad donde duerme la Mona Lisa y donde descansa su inseparable amigo Julio, quien en su último verso escrito en esta tierra parece advertirle a Luis: “tu sombra espera tras de toda luz”.
* Director del Museo Nacional de Bellas Artes, sede Neuquén.
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